No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Yo, cocodrilo

 

De Jacinta Escudos

En las tardes de calor me convierto en cocodrilo.

Voy al arroyo, me quito la ropa, me tiro boca abajo, cierro los ojos, extiendo los brazos, abro las piernas.

Siento el viento de los desiertos soplar sus aires calientes sobre mí. Mederriten. Me penetran ahí abajo. Y algo cambia, algo que ya no soy yo. Y que es esto: un cocodrilo.

Así comienza mi fuerza, arrastrándome seductoramente, como cintura de mujer que se menea cuando camina. Tengo escamas en mis manos y una nueva y larga nariz que se extiende y se pega a mi boca, llena de dientes filosos y puntiagudos. Los animalitos huyen de mí, se esconden. Tienen miedo.

Tienen miedo de que abra mis fauces. Tienen miedo de mis ojos.

Al principio no sabía qué pasaba. Y entonces recordé lo que decían en la aldea. La niña que no se somete al ritual se convierte en cocodrilo.

No podía imaginar cómo una niña se convertiría en cocodrilo. Pero no debía preguntar. Entendería después.

La primera tarde que me convertí en cocodrilo fue extraña. Me acosté boca abajo en el arroyo porque tenía calor, y el calor me da sueño. Quería dormir.

Y lo hice. Y al despertar me descubrí animal. Conocí mis fauces, mis nuevas manos. Si me contorsionaba lo suficiente, hasta podía ver mi cola. ¡Mi propia cola!

Me pareció curioso. Ser animal y ser persona. No me preocupaba, me parecía divertido. Pasaba las tardes en los matorrales del arroyo con los demás amigos cocodrilos. Hablábamos de los animales cazados, de los críos, del calor y del agua. Y de los humanos que vivían en la aldea.

Los demás cocodrilos no creían que yo era humana. Hasta que me vieron convertirme en yo. Los cocodrilos más ancianos dijeron que el humano que podía transformarse en animal, era un hechicero. Y así, los demás cocodrilos me respetaron y prometieron ayudarme en toda circunstancia, porque sabían que yo sería buena con ellos.

Yo me la pasaba muy bien entre mis amigos. Nadábamos, comíamos, jugábamos. Me enseñaron la cacería. Acechábamos a todos los animales que se acercaban a la orilla a beber agua: impalas, búfalos, leones, elefantes. Y también a los humanos.

No me gustaba ser humana. Prefería mis horas de cocodrilo. Madre había sido clara. Me dijo, «tienes que someterte al ritual». Y yo le decía «no, prefiero ser cocodrilo». Madre me tiraba al piso, me gritaba. Todas las mujeres hablaban conmigo. Me decían que tenía que hacerlo, que no temiera, que todas lo hacían.

Yo lloraba. No quería oírlas. Ponía mis manos sobre mis oídos y lloraba.

Sabía de los gritos de las niñas cuando iban al ritual. Sabía de las que morían después.

«No te casarás nunca», me decían. Y madre también decía «nadie dará dote por ti, seremos miserables siempre». Será infiel, será lujuriosa, se enfermará de la carne y se le pudrirá todo. Sus partes le crecerán y crecerán y serán tan grandes como los cuernos de una cabra, decían a mis espaldas.

Yo tenía sueños. En el sueño estaba acostada boca arriba, sin ropas. Y en el sueño, veía que de mi entrepierna crecía una larga serpiente con un solo ojo en el centro, gruesa y rígida, del color de mi carne, y yo tomaba la cabeza de la serpiente entre mis manos y la metía en mi boca, y sentía cosas extrañas en mi cuerpo. Y despertaba apretando las piernas y sintiendo cómo algo se movía en esa parte donde salen las aguas del cuerpo. Algo que se movía y que palpitaba tan fuerte como los latidos de mi corazón.

Me dejaron a mi suerte. Madre no quería saber nada de mí. Dormía y comía allí, pero no les importaba si me iba o me quedaba. Era indigna de todos y temí que cualquier día me llevaran a la fuerza para hacerme eso que le hacían a las demás.

Ya no quería estar con ellos. Odiaba a madre. La vi llevar a mi hermanita, la vi llevar a otras más. Mi hermanita lloró días y días, y lo único que salía de su cuerpo era sangre, mucha sangre. Madre se pasaba los días cambiando los paños de sangre por otros con el oxidado color de la sangre mal lavada.

Yo lo vi todo una vez. Sabía que las llevaban a la choza de la curandera.

Ella les quitaba la ropa, y las mujeres le abrían las piernas a las niñas y las niñas lloraban y chillaban como animal que va a ser matado y la curandera cortaba con un cuchillo un pedazo de carne, del tamaño de una oreja, allí de donde salen las aguas del cuerpo. Y la sangre brotaba roja, en abundancia. Y no había manera de pararlo, ni con emplastos de barro ni con mezclas de yerbas. Y las niñas no tomaban brebajes ni polvos para aliviar sus dolores, nada más eran sujetadas por su propia madre, por su hermana mayor, mientras otra les cortaba las partes y la cosían con cáñamos y agujas de la planta de las espinas.

Prefería ser cocodrilo, indigna, impura.

Una mañana, madre me dijo que tenía que ir con ella. Yo sabía lo que significaba. Me llevaría con engaños a la curandera, me dominarían, me amarrarían como animal.

Corrí, corrí desesperada, gritando. Fui hacia el único lugar donde tenía amigos, el arroyo. Corrí y me metí al agua y recuerdo un grito extraño dado por madre. Sabía que allí vivían los cocodrilos. Madre pensó que yo estaba muerta.

Entré al agua y por primera vez me convertí en cocodrilo en las oscuridades del arroyo. Salí cocodrilo a la orilla y los demás me siguieron.

Fuimos a la aldea. Destruimos todo. A los únicos seres que despedazamos fue a las mujeres de la aldea. Algunos compañeros murieron en la hazaña. Los hombres se defendían. Pero los hombres no nos interesaban. Eran ellas las que hacían todo. Las que cortaban, obligaban, mantenían las piernas abiertas.

Madre murió y yo la vi morir, pero no sabía que su hija era yo, cocodrilo.

Participé personalmente en la comida de la curandera. Y nos encargamos también de todas las demás, porque las niñas no eran felices nunca, después del ritual. Fue un acto de piedad terminar con ellas.

Cuando concluimos fue porque los hombres se habían ido. No pudieron defender a sus mujeres. Huyeron asustados de nosotros. Jubilosos, batimos nuestras fauces en señal de victoria.

Ahora soy el líder de este pueblo. Mis amigos cocodrilos se la pasan muy bien. Ya no trato de convertirme en humana. Prefiero ser así, un cocodrilo con una larga serpiente que le crece entre las piernas.

El jardín de las tumbas

 de Amparo Dávila 

A DIEGO DE MESA


...a la entrada de la capilla hay una inscripción en latín que yo leo siempre cuando cruzo la puerta... La memoria fue tan fiel que sintió como si hiciera muy poco tiempo desde la última vez que estuvo en el convento. Recordaba con toda claridad el gran patio central con su majestuosa arquería, la capilla a un lado, el jardín, el enorme comedor con su larga mesa, las galerías, las celdas, el escritorio de su padre, donde siempre lo encontraba escribiendo, leyendo, pensando; la puerta que separaba el mundo de la luz y el mundo de la sombra, el mundo de lo conocido y el mundo de lo desconocido, de aquel misterio temido y anhelado...

... todos los veranos salimos de vacaciones y mi familia renta un viejo convento abandonado para ir a descansar y a huir del calor de la ciudad. Yo debo haber tenido unos cuantos meses la primera vez que me llevaron al convento y desde entonces no hemos dejado de ir verano tras verano durante muchos años. ¡Qué felices somos mis hermanos y yo de dejar por un tiempo el departamento de la ciudad, la escuela y las tareas, de tener todo el día para jugar y tanto espacio...!

... comenzamos a hacer planes y preparativos para las vacaciones con varios meses de anticipación. Seleccionamos cuidadosamente los juguetes y la ropa que vamos a llevar y ahorramos casi todo el dinero que mi padre nos da los domingos, para dulces y helados. Con ese dinero comprarnos las cosas que necesitamos para nuestros juegos...

... durante el día el viejo convento es un lugar maravilloso. Las horas se nos van jugando a la pelota en el patio central o en el jardín. Nuestro jardín fue el cementerio de los frailes y está lleno de tumbas que sólo tienen unas lápidas de cantera al nivel del suelo; en algunas todavía se pueden leer los nombres de los monjes, en otras están ya borrados. Sólo hay una tumba grande con monumento, la de un Obispo que, según cuentan, vino a visitar el convento y se murió de pronto. Nosotros corremos y brincamos sobre las tumbas atrapando ardillas o cazando mariposas; otras veces somos exploradores en busca de grandes tesoros cuyo hallazgo nos convertirá de la noche a la mañana en señores poderosos... No pudo menos que sonreír. La lectura del diario lo complacía y no dejó de sentir nostalgia de aquella edad tan desprovista de malicia literaria y de las complicaciones de la vida. Lo había escrito entre los nueve y los dieciséis años y estaba dividido en dos partes: la primera contenía episodios de su infancia y la segunda el comienzo de su primera juventud. El diario quedó interrumpido cuando se fue a Francia. Con este solo hecho había sentido que pasaba a una etapa más seria de su vida y que el diario era un síntoma de adolescencia...

...al anochecer todo cambia de rostro; nuestro castillo (nosotros jugamos a que el convento es un castillo legendario) se transforma en una serie de largas y oscuras galerías sumidas en el silencio. Por ningún motivo nos hacen ir al jardín o atravesar solos el patio central; bajo la luz de la luna se pueblan de sombras aterradoras y monstruosas. Los duraznos y los almendros que el viento mueve semejan espectros que se abalanzan sobre nosotros... Marcos encendió un cigarrillo y avivó el fuego de la chimenea; el invierno se anticipaba y las noches empezaban a ser frías. Llegó a su departamento con la intención de concluir el ensayo prometido a Pablo para su revista, y al buscar unas fichas bibliográficas había encontrado aquel viejo diario. Y allí estaba sin ganas ya de trabajar. En realidad se sentía muy cansado para intentar escribir, "día completo", y le dio fastidio hacer un recuento de todo lo que había hecho...

… mis hermanos y yo siempre hemos creído que en la tumba del Obispo está el tesoro que los monjes enterraron cuando dejaron el convento. Hacemos excavaciones a los lados del monumento, pequeños túneles por donde intentamos llegar hasta el ataúd del Obispo. Siempre nos turnamos para escarbar y uno de nosotros o un amigo vigila subido en un árbol la llegada de algún intruso que pueda delatarnos con nuestros padres. Cuando nos llaman a comer cubrimos cuidadosamente los agujeros con ramas y tierra para que nadie pueda sospechar lo que estamos haciendo y no nos ganen el tesoro...

... nunca hemos podido llegar hasta el ataúd del Obispo porque los agujeros que hacemos un día al siguiente están otra vez llenos de tierra. Si alguna vez lo conseguimos, yo me pregunto si tendremos el valor de abrirlo; ahí está sin duda el tesoro, pero también está el Obispo sin ojos ya y carcomido por los gusanos y esto, realmente, resulta superior a nuestras fuerzas. Por la sola profanación de su tumba él me persigue todas las noches...

... a las siete de la noche cenamos; mi padre se sienta a la cabecera de la larga mesa. A los niños no se nos permite hablar y comemos siempre en silencio. Al terminar mi padre da gracias por la cena, por el día vivido y por muchas otras cosas. Después nos despedimos de ellos y subimos a acostarnos. Yo voy el primero por ser el menor y cada uno de nosotros lleva su vela. Mis dos hermanos duermen en la misma celda; yo, solo. Jacinta, nuestra nana, me acompaña y se queda mientras me desvisto; una vez que estoy en la cama apaga la vela y sale de la celda. Entonces empieza la noche del terror para mí y no sé, ni sabré nunca, si para mis hermanos. Yo jamás he podido confesarles mis pánicos ni contarles nada de lo que me ocurre por las noches; temo que se burlen de mí y me pongan algún apodo ridículo y humillante. Yo quisiera pedirle a gritos a mi nana que no me deje solo y que no apague la luz, pero la vergüenza me hace enmudecer... A los cuarenta años tampoco podía vencer el miedo a la oscuridad; se sentía perdido en la tiniebla; a veces cuando de pronto se quedaba a oscuras, no podía moverse; siempre presentía tropezar con algo o experimentaba la extraña sensación de no encontrarse en su casa o en el sitio donde estaba al apagarse la luz, sino en otro lugar totalmente desconocido y poblado de presencias que lo rodeaban. Lo iban cercando y cada vez se estrechaban más sobre él...

... el mundo tenebroso de la oscuridad y el silencio creciente se apodera de mí, cuando me quedo solo en la celda, un sudor frío y pegajoso me surca la frente y pueden escucharse los latidos de mi corazón mientras mil sombras se remueven en la oscuridad. Me voy recogiendo en la cama hasta quedar hecho un ovillo y jalo los cobertores hasta la nariz. Trato de pensar entonces en la Navidad o en mi cumpleaños, en los premios de la escuela, pero todo resulta inútil nada logra distraerme ni aminorar mi miedo. Nunca puedo cerrar los ojos, porque siento que así aumenta el peligro. No pasan las horas y las noches se hacen eternas. Sombras que van y vienen, murmullos, pasos, roces de hábitos, aleteos, cadenas que se arrastran, rumores de plegarias, quejidos apagados, un viento helado que me llega hasta los huesos, el Obispo sin rostro frente a mí, sin rostro, sin ojos, hueco... Algunas veces se despertaba de pronto a mitad de la noche; la débil luz de la luna o del alumbrado de la calle que se filtraba por la persiana solía tener un tinte azuloso, casi metálico y todo comenzaba a girar dentro de una atmósfera inquietante. Su corazón latía con violencia y un frío espanto lo iba invadiendo hasta lograr paralizarlo por completo cuando advertía que no estaba solo, que alguien sentado frente a su cama lo observaba fijamente, penetrándolo hasta el alma con sus cuencas vacías... Transcurría una eternidad de angustia y pavor desorbitado hasta que su mente funcionaba de nuevo y descubría, o más bien se daba cuenta de que el Obispo no era sino su ropa que había dejado en desorden sobre la silla...

... cuando la primera luz del día comienza a filtrarse por la claraboya de la celda, el Obispo se marcha y con él las sombras y los ruidos. El terror de la noche desaparece y yo empiezo a reconocer la celda y todas mis cosas. Me estiro por primera vez en la cama, los brazos y las piernas pierden su rigidez y caigo de golpe en el sueño. Al poco rato la voz de Jacinta me obliga a despertar...

... me gustaría saber cómo pasan las noches mis hermanos, si son iguales a las mías. Pero nunca me he atrevido a preguntarles nada. A la hora del desayuno están siempre frescos y contentos, llenos de planes para él día. Algunas veces mi madre se da cuenta de mi palidez y de los bostezos que yo no puedo contener. "¿Estás enfermo hijo, dormiste mal?", y me observa atentamente. Yo me apresuro a decirle que estoy muy bien y que dormí toda la noche. Mientras hablo siento que me voy poniendo colorado ante el temor de que mi propia voz me denuncie. No pondría soportar las preguntas de mis padres ni las burlas de mis hermanos después. "¿De modo que usted le tiene miedo a los fantasmas? ¿Y cómo son los fantasmas, hijo mío?" Casi oigo la voz de mi padre y puedo hasta imaginar su sonrisa... Aún no sabía gran cosa de sus hermanos, se querían bien respetándose en todo, sé buscaban con cierta frecuencia y charlaban a gusto, pero siempre había existido algo como una barrera interior que él no lograba franquear. Tal vez vivía muy encerrado en su propio mundo y no le interesaba moverse en el de ellos. "Yo quisiera que fueras más sencillo, así como tus hermanos, vives demasiado dentro de ti, hijo mío”, solía decirle su madre. ¡Cómo me gustaría penetrar en tu mundo!" Su mundo era sólo su mundo, lleno siempre de inquietud, angustia de todo y de nada, ansiedad acrecentada por los años, desasosiego, andar de aquí para allá buscando un sitio, el sitio que no encontraba, nunca la paz, aburrimiento constante de lo que tenía; o deseo de algo distinto; la soledad a cuestas siempre, ni siquiera su obra bastaba, sólo en el tiempo de la gestación era parte suya, después podía haber sido la de otro, tan lejana, como nunca creada por él...

 

II

... todas las noches salgo del convento. Cuando todos duermen me escapo sin hacer ruido. No puedo aún superar el miedo de descubrir o presentir en la sorda oscuridad de la celda la figura del Obispo sin rostro que me acechó tantos años, cuando yo no podía hacer otra cosa que vivir la noche del terror... Tendría unos dieciséis años cuando empezó a escaparse por las noches. Aún recordaba la emoción de sus primeras huidas llenas de sobresaltos y del temor de ser descubierto por sus padres...

... finjo acostarme para no despertar sospechas y cuando todo está en calma salgo apresuradamente del convento. En la taberna del pueblo bebo algunas copas con los muchachos campesinos, lo cual es necesario para darme valor. Me siento bastante cohibido ante ellos, tan decididos y directos en todos sus actos. Al principio no aceptaban muy bien mi compañía pero poco a poco he sabido ganarme su confianza y su estimación...

Anoche había bebido mucho, tontamente; le daba rabia recordarlo. La reunión marchaba muy agradablemente y todo mundo estaba contento. José era un gran conversador, sin duda alguna, lleno de ironía, afecto a burlarse de todos y de sí mismo. De pronto lo molestó aquella broma de José; conociéndolo tanto como lo conocía no dudaba de que ya desde antes hubiera hecho reír a los demás a costa suya. Se puso bastante tenso y comenzó a beber copa tras copa hasta embrutecerse. Siempre era lo mismo, por una cosa, por otra, por nada, él bebía como esponja; antes era la timidez "darse valor", como pensaba a los dieciséis años, después...

... bien puedo decir que llevo una doble vida, durante el día soy uno en el convento con mis padres y mis hermanos, y por la noche en la taberna soy otro; allí bebo, juego a la brisca, bailo fox y danzón y acabo la noche en la estrecha cama de Carmen... No se explicaba corno a pesar de la gran timidez de aquel entonces que lo hacía ruborizarse ante la sola presencia de cualquiera de las amigas de sus hermanos, había buscado el cuerpo de una mujer para escapar de la noche a solas. Aún perduraba aquella sensación que lo hacía sentirse como el único sobreviviente de un naufragio, sin voces, sin calor, como caer de golpe en la muerte, soledad del cuerpo y soledad de adentro, vacío, oscuridad, silencio aplastante. Ese miedo a estar solo lo había perseguido y lo perseguía siempre. Con frecuencia, cuando ya iba para su casa a dormir, bien entrada la noche, después de haber estado en alguna fiesta, lo asaltaba aquel temor incontrolable. No llegaba a su casa, se metía en el primer bar o café que encontraba abierto y allí esperaba pacientemente, bebiendo o tomando café, a que se hiciera de día. Muchas veces sonaban las seis o las siete de la mañana cuando por fin llegaba a su departamento y encontraba a la portera barriendo la calle. "Fue larga la fiesta, joven", y lo miraba con ojos sospechosos...

...anoche por poco y me descubren. Matilde salió de la cocina cuando yo creía que ya se había acostado. Me pegué a un pilar, casi incrustándome en él y detuve la respiración. Por fortuna el viento le apagó la vela. Gruñó algo entre dientes y se volvió a encenderla. Nunca he corrido tan aprisa. De sólo pensar que me hubieran descubierto y que ya no pudiera seguirme escapando por las noches, me sentí enfermo. En la taberna todos lo notaron. "Parece que te hubieran espantado", dijo Jacobo al verme, y me hizo beber sin respirar, un buen fajo de vino...

... si mi madre supiera dónde paso las noches, sufriría mucho y no lo entendería. Las madres nunca se resignan a que los hijos dejen de ser niños. A veces cuando la beso y le doy las buenas noches me siento bastante culpable de engañarla y experimento fuertes remordimientos, pero cuando llego a la celda no deseo más que huir de allí a toda prisa...

... fue peligrosa la riña de anoche y una suerte que yo no saliera con algún golpe notorio en la cara. Yo no debí intervenir, pero de no haberlo hecho hubiera quedado muy mal en la opinión de todos y no podría volver más a la taberna. Todo el día me sentí mal, adolorido y cansado, sin humor de hacer nada…

...no estoy enamorado de Carmen, presiento que el amor debe ser otra cosa. Durante el día casi no la recuerdo y no siento necesidad de verla, no sabría ni de qué hablarle. Y no es que sea fea, todos los muchachos la encuentran guapa. Algunas veces he pensado ya no buscarla más, pero no puedo dejarla, junto a ella no temo la noche, su cuerpo es como un refugio... Seguía creyendo que el amor debía ser otra cosa; siempre que algo terminaba se repetía lo mismo y esperaba algo diferente, pero ya estaba bastante cansado, ¿por qué no confesárselo?, de tantas entregas mezquinas, de tantos equívocos, de encontrar sólo el placer por el placer mismo, sin nada más. ¡Cómo envidiaba a veces a sus hermanos y a algunos de sus amigos que encontraban una mujer y ahí anclaban, eran felices con su pequeña vida cotidiana carente de gran emoción tal vez, pero que en cambio les daba seguridad, compañía, y no esa soledad agobiadora, cada vez más grande y cada vez más difícil de llenar, ese andar de aquí para allá como perros sin dueño, sin tener un hogar y sí la libreta del direcciones llena de nombres y teléfonos de mil mujeres que no significaban, la mayoría de las veces, más que un breve intervalo o un capricho.; Sintió frío, necesidad de tener alguien allí, un perro, un gato, un rostro familiar, aunque no fuera el gran amor ni la gran pasión; una compañía solamente, oír pasos, algo caer y romperse, otra respiración, el calor de un cuerpo confundiéndose con el suyo dentro del sueño, un calor que ya de tan conocido le pareciera el suyo propio. Sintió más frío, se sirvió una copa de coñac y se acercó a la chimenea. Comenzó a recorrer con la vista los libros, los discos, sus colecciones de pipas y timbres, los mil objetos que había ido acumulando a través de los años, todas esas cosas que compraba para darle al departamento la sensación de hogar, allí estaba en medio de aquel mundo estático, angustiosamente solo. Bebió un coñac y otro; el reloj de una iglesia distante dio las tres de la mañana. Bostezó, tenía sueño, aquella lectura le había removido muchas cosas que prefería ignorar por no tener solución. Se desnudó y se metió en la cama. Antes de apagar la luz organizó su plan para el día siguiente: desayunar con X, después ir con el sastre, recoger los libros que había encargado y que ya estaban en la librería, comer en cualquier sitio y ponerse a trabajar toda la tarde y parte de la noche hasta terminar el ensayo. Después se durmió profundamente.

La luz del día entraba triunfante por la claraboya de la celda.

—Yo creía que ya estabas levantado y vestido; mira que te has aprovechado hoy que tus padres han ido al pueblo —decía Jacinta— pero ya les avisaré de tu flojera cuando vengan.

Marcos abrió los ojos, con gran esfuerzo, y miró a Jacinta entre la bruma del sueño.

—Y no pongas esos ojos de borrego agonizante que no me conmueves, a levantarse pronto, tus hermanos ya se están desayunando —seguía diciendo Jacinta.

El niño se removió en la cama y bostezó repetidas veces, y a medida que iba despertando y su mente se empezaba a despejar, experimentaba una gran sensación de alivio al comprobar que por fortuna había pasado otra noche de espanto y ya era nuevamente de día.


La fiesta de las balas

De Martín Luis Guzmán

Atento a cuanto se decía de Villa y el villismo, y a cuanto veía a mi alrededor, a menudo me preguntaba en Ciudad Juárez qué hazañas serían las que pintaban más a fondo a la División del Norte: si las que se suponían estrictamente históricas, o las que se calificaban de legendarias; si las que se contaban como algo visto dentro de la más escueta exactitud, o las que traían ya, con el toque de la exaltación poética, la revelación tangible de las esencias. Y siempre eran las proezas de este segundo orden las que se me antojaban más verídicas, las que, a mis ojos, eran más dignas de hacer Historia.

Porque ¿dónde hallar, pongo por caso, mejor pintura de Rodolfo Fierro —y Fierro y el villismo eran espejos contrapuestos, modos de ser que se reflejaban infinitamente uno en otro— que en el relato que ponía a aquél ante mis ojos, después de una de las últimas batallas, entregado a consumar, con fantasía tan cruel como creadora de escenas de muerte, las terribles órdenes de su jefe? Verlo así era como sentir en el alma el roce de una tremenda realidad y conservar después la huella de eso para siempre.

Aquella batalla, fecunda en todo, había terminado dejando en manos de Villa no menos de quinientos prisioneros. Villa mandó separarlos en dos grupos: de una parte, los voluntarios orozquistas a quienes llamaban “colorados”; de la otra, los federales. Y como se sentía ya bastante fuerte para actos de grandeza, resolvió hacer un escarmiento con los prisioneros del primer grupo, mientras se mostraba generoso con los del segundo. A los “colorados” se les pasaría por las armas antes de que oscureciera; a los federales se les daría a elegir entre unirse a las tropas revolucionarias o bien irse a su casa mediante la promesa de no volver a hacer armas contra la causa constitucionalista.

Fierro, como era de esperar, fue el encargado de la ejecución, a la cual dedicó, desde luego, la eficaz diligencia que tan buen camino le auguraba ya en el ánimo de Villa, o de su “jefe”, según él decía.

Declinaba la tarde. La gente revolucionaria, tras de levantar el campo, iba reconcentrándose lentamente en torno del humilde pueblecito que había sido objeto de la acción. Frío y tenaz, el viento de la llanura chihuahuense empezaba a despegar del suelo y apretaba los grupos de jinetes y de infantes: unos y otros se acogían al socaire de las casas. Pero Fierro —a quien nunca detuvo nada ni nadie— no iba a rehuir un airecillo fresco que a lo sumo barruntaba la helada de la noche. Cabalgó en su caballo de anca corta, contra cuyo pelo oscuro, sucio por el polvo de la batalla, rozaba el borde del sarape gris. Iba al paso. El viento le daba de lleno en la cara, mas él no trataba de evitarlo clavando la barbilla en el pecho ni levantando los pliegues del embozo. Llevaba enhiesta la cabeza, arrogante el busto, bien puestos los pies en los estribos y elegantemente dobladas las piernas entre los arreos de campaña sujetos a los tientos de la montura. Nadie lo veía, salvo la desolación del llano y uno que otro soldado que pasaba a distancia. Pero él, acaso inconscientemente, arrendaba de modo que el animal hiciera piernas como para lucirse en un paseo. Fierro estaba contento: lo embargaba el placer de la victoria —de la victoria, en que nunca creía hasta no consumarse la derrota completa del enemigo—, y su alegría interior le afloraba en sensaciones físicas que tornaban grato el hostigo del viento y el andar del caballo después de quince horas de no apearse. Sentía como caricia la luz del sol —sol un tanto desvaído, sol prematuramente envuelto en fulgores de incendio.

Llegó al corral donde tenía encerrados, como rebaño de reses, a los trescientos prisioneros “colorados” condenados a morir, y se detuvo un instante a mirar por sobre las tablas de la cerca. Por su aspecto, aquellos trescientos huertistas hubieran podido pasar por otros tantos revolucionarios. Eran de la fina raza de Chihuahua: altos los cuerpos, sobrias las carnes, robustos los cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas vigorosas y flexibles. Fierro consideró de una ojeada el pequeño ejército preso, lo apreció en su valor guerrero —y en su valor— y sintió una rara pulsación, un estremecimiento que le bajaba desde el corazón, o desde la frente, hasta el índice de la mano derecha. Sin quererlo, la palma de esa mano fue a posarse en las cachas de la pistola.

“Batalla, ésta”, pensó.

Indiferentes a todo, los soldados de caballería que vigilaban a los prisioneros no se fijaban en él. A ellos no les preocupaba más que la molestia de estar montando una guardia fatigosa —guardia incomprensible después de la excitación del combate—, y que les exigía tener lista la carabina, cuya culata apoyaban en el muslo. De cuando en cuando, si algún prisionero se apartaba del grupo, los soldados apuntaban con aire resuelto y, de ser preciso, hacían fuego. Una onda rizaba entonces el perímetro informe de la masa de los prisioneros, los cuales se replegaban para evitar el tiro. La bala pasaba de largo o derribaba a alguno de ellos.

Fierro avanzó hasta la puerta del corral; gritó a un soldado, que vino a descorrer las trancas, y entró. Sin quitarse el sarape de sobre los hombros echó pie a tierra. El salto le deshizo el embozo. Tenía las piernas entumecidas de cansancio y de frío: las estiró. Se acomodó las dos pistolas. Se puso luego a observar despacio la disposición de los corrales y sus diversas divisiones. Dio varios pasos, sin soltar la rienda, hasta una de las cercas. Pasó la rienda, para dejar sujeto el caballo, por entre la juntura de dos tablas. Sacó de las cantinas de la silla algo que se metió en los bolsillos de la chaqueta, y atravesó el corral a poca distancia de los prisioneros.

Los corrales eran tres, comunicados entre sí por puertas interiores y callejones estrechos. Del ocupado por los prisioneros, Fierro pasó, deslizando el cuerpo entre las trancas de la puerta, al de en medio. En seguida, al otro. Allí se detuvo. Su figura, grande y hermosa, irradiaba un aura extraña, algo superior, prestigioso, y a la vez adecuado al triste abandono del corral. El sarape había venido resbalándose por el cuerpo hasta quedar pendiente apenas de los hombros: los cordoncillos de las puntas arrastraban por el suelo. Su sombrero, gris y ancho de ala, se teñía de rosa al recibir de soslayo la luz poniente del sol. A través de las cercas, los prisioneros lo veían desde lejos, vuelto de espaldas hacia ellos. Sus piernas formaban compás hercúleo y destellaban: el cuero de las mitasas brillaba en la luz de la tarde.

A unos cien metros, por la parte de fuera de los corrales, estaba el jefe de la tropa encargada de los prisioneros. Fierro lo vio y le indicó a señas que se acercara. El oficial cabalgó hasta el punto de la cerca más próxima a Fierro. Éste caminó hacia él. Hablaron. Por momentos, conforme hablaban, Fierro fue señalando diversos puntos del corral donde se encontraba y del corral contiguo. Después describió, moviendo la mano, una serie de evoluciones que repitió el oficial como con ánimo de entenderlo mejor. Fierro insistió dos o tres veces en una maniobra al parecer muy importante, y el oficial, seguro de las órdenes, partió al galope hacia el corral de los prisioneros.

Entonces tornó Fierro al centro del corral, atento otra vez al estudio de la disposición de las cercas y demás detalles. Aquel corral era el más amplio de los tres, y, según parecía, el primero en orden —el primero con relación al pueblo. Tenía, en dos de sus lados, sendas puertas hacia el campo: puertas de trancas más estropeadas —por mayor uso— que las de los corrales posteriores, pero de maderos más fuertes. En otro lado se abría la puerta que daba al corral inmediato. Y el lado último, en fin, no era una simple cerca de tablas, sino tapia de adobes, de no menos de tres metros de altura. La tapia mediría como sesenta metros de largo, de los cuales veinte servían de fondo a un cobertizo o pesebre, cuyo tejado bajaba de la barda y se asentaba, de una parte, en los postes, prolongados, del extremo de una de las cercas que lindaban con el campo, y de la otra, en una pared, también de adobe, que salía perpendicularmente de la tapia y avanzaba cosa de quince metros hacia los medios del corral. De esta suerte, entre el cobertizo y la cerca del corral inmediato venía a quedar un espacio cerrado en dos de sus lados por paredes macizas. En aquel rincón el viento de la tarde amontonaba la basura y hacía sonar con ritmo anárquico, golpeándolo contra el brocal de un pozo, un cubo de hierro. Del brocal del pozo se elevaban dos palos toscos, terminados en horqueta, sobre los cuales se atravesaba un tercero, del que pendía una garrucha con cadena, que sonaba también movida por el viento. En lo más alto de una de las horquetas un pájaro, grande, inmóvil, blanquecino, se confundía con las puntas torcidas del palo seco.

Fierro se hallaba a cincuenta pasos del pozo. Detuvo un segundo la vista sobre la figura quieta del pájaro, y como si la presencia de éste encajara a pelo en sus reflexiones, sin cambiar de expresión, ni de postura, ni de gesto, sacó la pistola lentamente. El cañón del arma, largo y pulido, se transformó en dedo de rosa a la luz poniente del sol. Poco a poco, el gran dedo fue enderezándose hasta señalar en dirección del pájaro. Sonó el disparo —seco y diminuto en la inmensidad de la tarde— y cayó el pájaro al suelo. Fierro volvió la pistola a la funda.

En aquel momento un soldado saltó, escalando la cerca, dentro del corral. Era el asistente de Fierro. Había dado el brinco desde tan alto que necesitó varios segundos para erguirse de nuevo. Al fin lo hizo y caminó hacia donde su amo estaba. Fierro le preguntó sin volver la cara:

—¿Qué hubo con ésos? Si no vienen luego va a faltar tiempo.
—Parece que ya vienen ay —contestó el asistente.
—Entonces, tú ponte ahí de una vez. A ver, ¿qué pistola traes?
—La que usted me dio, mi jefe. La “mitigüeson”.
—Dácala, pues, y toma estas cajas de parque. ¿Cuántos tiros tienes?
—Unas quince docenas con los que he arrejuntado hoy, mi jefe. Otros hallaron hartos, yo no.
—¿Quince docenas?... Te dije el otro día que si seguías vendiendo el parque para emborracharte iba a meterte una bala en la barriga...
—No, mi jefe.
—No mi jefe ¿qué?
—Que me embriago, mi jefe, pero no vendo el parque.
—Pues cuidadito, porque me conoces. Y ahora ponte vivo para que me salga bien esta ancheta. Yo disparo y tú cargas las pistolas. Y oye bien esto que voy a decirte: si por tu culpa se me escapa uno siquiera de los “colorados”, te acuesto con ellos.
—¡Ah, qué mi jefe!
—Como lo oyes.

El asistente extendió su frazada sobre la tierra y vació allí las cajas de cartuchos que Fierro acababa de darle. Luego se puso a extraer, uno a uno, los tiros que traía en las cananas de la cintura. Tan de prisa quería hacerlo que se tardaba más de la cuenta. Estaba nervioso; los dedos se le embrollaban.

—¡Ah, qué mi jefe! —seguía pensando para sí.

Mientras tanto, tras de la cerca que daba al corral inmediato fueron apareciendo
soldados de los de la escolta. Montados a caballo, medio busto les sobresalía del borde de las tablas. Muchos otros se distribuyeron a lo largo de las dos cercas restantes.
Fierro y su asistente eran los únicos que estaban dentro del corral: Fierro, con una pistola en la mano y el sarape caído a los pies; el asistente, en cuclillas, ordenando sobre su frazada las filas de cartuchos.

El jefe de la escolta entró a caballo por la puerta que comunicaba con el corral contiguo, y dijo:

—Ya tengo listos los diez primeros. ¿Te los suelto?

Respondió Fierro:

—Sí; pero antes avísales de lo que se trata; en cuanto asomen por la puerta, yo empezaré a dispararles; los que lleguen a la barda y la salten quedan libres. Si alguno no quiere entrar, tú métele bala.

Volvióse el oficial por donde había venido, y Fierro, pistola en mano, se mantuvo atento, fijos los ojos en el espacio estrecho por donde los prisioneros iban a irrumpir. Se había situado bastante próximo a la cerca divisoria para que, al hacer fuego, las balas no alcanzaran a los “colorados” que todavía estuviesen del lado de allá: quería cumplir lealmente lo prometido. Pero su proximidad a las tablas no era tanta que los prisioneros, así que empezase la ejecución, no descubriesen, en el acto mismo de trasponer la puerta, la pistola que les apuntaría a veinte pasos. A espaldas de Fierro, el sol poniente convertía el cielo en luminaria roja. El viento seguía soplando.

En el corral donde estaban los prisioneros creció el rumor de voces —voces que los silbos del viento destrozaban, voces como de vaqueros que arrearan ganado. Era difícil la maniobra de hacer pasar del corral último al corral de en medio, a los trescientos hombres condenados a morir en masa; el suplicio que los amenazaba hacía encresparse su muchedumbre con sacudidas de organismo histérico. Gritaban los soldados de la escolta, y, de minuto en minuto, los disparos de carabina recogían los gritos en la punta de un latigazo.

De los primeros prisioneros que llegaron al corral intermedio, un grupo de soldados segregó diez. Los soldados no bajaban de veinticinco. Echaban los caballos sobre los presos para obligarlos a andar; les apoyaban contra la carne las bocas de las carabinas.

—¡Traidores! ¡Jijos de la rejija! ¡Ora vamos a ver qué tal corren y brincan! ¡Eche usted p’allá, traidor!

Y así los hicieron avanzar hasta la puerta de cuyo otro lado estaban Fierro y su asistente. Allí la resistencia de los “colorados” se acentuó; pero el golpe de los caballos y el cañón de las carabinas los persuadieron a optar por el otro peligro, por el peligro de Fierro, que no estaba a un dedo de distancia, sino a veinte pasos.

Tan pronto como aparecieron dentro de su visual, Fierro los saludó con extraña frase —frase a un tiempo cariñosa y cruel, de ironía y de esperanza:

—¡Ándeles, hijos: que nomás yo tiro y soy mal tirador!

Ellos brincaban como cabras. El primero intentó abalanzarse sobre Fierro, pero no había dado tres saltos cuando cayó acribillado a tiros por los soldados dispuestos a lo largo de la cerca. Los otros corrieron a escape hacia la tapia —loca carrera que a ellos les parecía como de sueño. Al ver el brocal del pozo, uno quiso refugiarse allí: la bala de Fierro lo alcanzó el primero. Los demás siguieron alejándose; pero uno a uno fueron cayendo —en menos de diez segundos Fierro disparó ocho veces—, y el último cayó al tocar con los dedos los adobes que por un extraño capricho separaban en ese momento la región de la vida de la región de la muerte. Algunos cuerpos dieron aún señales de vida; los soldados, desde su sitio, tiraron sobre ellos para rematarlos.

Y vino otro grupo de diez, y luego otro, y otro, y otro. Las tres pistolas de Fierro —dos suyas, la otra de su asistente— se turnaban en la mano homicida con ritmo perfecto. Cada una disparaba seis veces —seis veces sin apuntar, seis veces al descubrir— y caía después en la frazada del asistente. Este hacía saltar los casquillos quemados y ponía otros nuevos. Luego, sin cambiar de postura, tendía hacia Fierro la pistola, el cual la tomaba al dejar caer otra. Los dedos del asistente tocaban las balas que segundos después tenderían sin vida a los prisioneros; pero él no levantaba los ojos para ver a los
que caían. Toda su conciencia parecía concentrarse en la pistola que tenía en las manos, y en los tiros, de reflejos de oro y plata, esparcidos en el suelo. Dos sensaciones ocupaban todo lo hondo de su ser: el peso frío de los cartuchos que iba metiendo en los orificios; del cilindro; el contacto de la epidermis lisa y cálida del arma. Arriba, por sobre su cabeza, se sucedían los disparos con que su “jefe” se entregaba al deleite de hacer blanco.

El angustioso huir de los prisioneros en busca de la tapia salvadora —fuga de la muerte en una sinfonía espantosa donde luchaban como temas reales la pasión de matar y el ansia inagotable de vivir— duró cerca de dos horas.

Ni un instante perdió Fierro el pulso o la serenidad. Tiraba sobre blancos movibles y humanos, sobre blancos que daban brincos y traspiés entre charcos de sangre y cadáveres en posturas inverosímiles, pero tiraba sin más emoción que la de errar o acertar. Calculaba hasta la desviación de la trayectoria por efecto del viento, y de un disparo a otro la corregía.

Algunos prisioneros, poseídos de terror, caían de rodillas al trasponer la puerta: la bala los doblaba. Otros bailaban danza grotesca al abrigo del brocal del pozo hasta que la bala los curaba de su frenesí o los hacía caer heridos por la boca del hoyo. Casi todos se precipitaban hacia la pared de adobes y trataban de escalarla trepando por los montones de cuerpos entrelazados, calientes, húmedos, humeantes: la bala los paralizaba también. Algunos lograban clavar las uñas en la barda de tierra; pero sus manos, agitadas por intensa ansiedad de vida, se tornaban de pronto en manos moribundas.

Hubo un momento en que la ejecución en masa se envolvió en un clamor tumultuoso donde descollaban los chasquidos secos de los disparos opacados por la inmensa voz del viento. De un lado de la cerca gritaban los que huían de morir y morían al cabo; de otro, los que se defendían del empuje de los jinetes y hacían por romper el cerco que los estrechaba hasta la puerta terrible. Y al griterío de unos y otros se sumaban las voces de los soldados distribuidos en el contorno de las cercas. Éstos habían ido enardeciéndose con el alboroto de los disparos, con la destreza de Fierro y con los lamentos y el accionar frenético de los que morían. Saludaban con exclamaciones de regocijo la voltereta de los cuerpos al caer; vociferaban, gesticulaban, reían a carcajadas al hacer fuego sobre los montones de carne humana donde advertían el menor indicio de vida.

El postrer pelotón de los ajusticiados no fue de diez víctimas, sino de doce. Los doce salieron al corral de la muerte atrepellándose entre sí, procurando cada uno cubrirse con el cuerpo de los demás, a quien trataban de adelantarse en la horrible carrera. Para avanzar hacían corcovas sobre los cadáveres hacinados; pero la bala no erraba por eso: con precisión siniestra, iba tocando uno tras otro y los dejaba a medio camino de la tapia —abiertos brazos y piernas— abrazados al montón de sus hermanos inmóviles. Uno de ellos, sin embargo, el último que quedaba con vida, logró llegar hasta la barda misma y salvarla... El fuego cesó de repente y el tropel de soldados se agolpó en el ángulo del corral inmediato para ver al fugitivo...

Pardeaba la tarde. La mirada de los soldados tardó en acostumbrarse al parpadeo interferente de las dos luces. De pronto no vieron nada. Luego, allá lejos, en la inmensidad de la llanura medio en sombra, fue cobrando precisión un punto móvil, un cuerpo que corría. Tanto se doblaba el cuerpo al correr que por momentos se le hubiera confundido con algo rastreante a flor de suelo...

Un soldado apuntó:

—Se ve mal... —dijo, y disparó.
La detonación se perdió en el viento del crepúsculo. El punto siguió su carrera...

Fierro no se había movido de su sitio. Rendido el brazo, lo tuvo largo tiempo suelto hacia el suelo. Luego notó que le dolía el índice y levantó la mano hasta los ojos: en la semioscuridad comprobó que el dedo se le había hinchado ligeramente. Lo oprimió con blandura entre los dedos y la palma de la otra mano. Y así estuvo, durante buen espacio de tiempo, entregado todo él a la dulzura de un suave masaje. Por fin se inclinó para recoger del suelo el sarape, del cual se había desembarazado desde los preliminares de la ejecución; se lo echó sobre los hombros, y caminó para acogerse al socaire del pesebre. Sin embargo, a los pocos pasos se detuvo y dijo al asistente:

—Así que acabes, tráete los caballos.

Y siguió andando.

El asistente juntaba los casquillos quemados. En el corral contiguo los soldados de la escolta desmontaban, hablaban, canturreaban. El asistente los escuchaba en silencio y sin levantar la cabeza. Después se irguió con lentitud. Cogió la frazada por las cuatro puntas y se la echó a la espalda: los casquillos vacíos sonaron dentro con sordo cascabeleo.
Había anochecido. Brillaban algunas estrellas. Brillaban las lucecitas de los cigarros al otro lado de las tablas de la cerca. El asistente rompió a andar con paso tardo, y así fue, medio a tientas, hasta el último de los corrales, y de allá regresó a poco trayendo de la brida los caballos —el de su amo y el suyo—, y, sobre uno de los hombros, la mochila de campaña.

Se acercó al pesebre. Sentado sobre una piedra, Fierro fumaba con la oscuridad. En las juntas de las tablas silbaba el viento.

—Desensilla y tiéndeme la cama —ordenó Fierro—; no aguanto el cansancio.
—¿Aquí en este corral, mi jefe? ¿Aquí...?
—Sí, aquí. ¿Por qué no?

Hizo el asistente como le ordenaban. Desensilló y tendió las mantas sobre la paja, arreglando con el maletín y la montura una especie de almohada. Y minutos después de tenderse Fierro en ellas, Fierro se quedó dormido.

El asistente encendió su linterna y dispuso lo necesario para que los caballos pasaran bien la noche. Luego apagó la luz, se envolvió en su frazada y se acostó a los pies de su amo. Pero un momento después se incorporó de nuevo, se hincó de rodillas y se persignó. En seguida volvió a tenderse en la paja...

Pasaron seis, siete horas. Había caído el viento. El silencio de la noche se empapaba en luz de luna. De tarde en tarde sonaba próximo el estornudo de algún caballo. Brillaba el claro lunar en la abollada superficie del cubo del pozo y hacía sombras precisas al tropezar con todos los objetos —con todos, menos con los montones de cadáveres. Éstos se levantaban, enormes en medio de tanta quietud, como cerros fantásticos, cerros de formas confusas, incomprensibles.

El azul plata de la noche se derramaba sobre los cadáveres como la más pura luz. Pero insensiblemente aquella luz de noche fue convirtiéndose en voz, voz también irreal y nocturna. La voz se hizo distinta: era una voz apenas perceptible, apagada, doliente, moribunda, pero clara en su tenue contorno como las sombras que la luna dibujaba sobre las cosas. Desde el fondo de uno de los montones de cadáveres la voz parecía susurrar:

—Ay... Ay...

Luego calló, y el azul de plata de la noche volvió a ser sólo luz. Mas la voz se oyó de nuevo:

—Ay... Ay...

Fríos e inertes desde hacía horas, los cuerpos hacinados en el corral seguían inmóviles. Los rayos lunares se hundían en ellos como en una masa eterna. Pero la voz tornó:

—Ay... Ay... Ay...

Y este último ay llegó hasta el sitio donde el asistente de Fierro dormía e hizo que su conciencia pasara del olvido del sueño a la sensación de oír. El asistente recordó entonces la ejecución de los trescientos prisioneros; y el solo recuerdo lo dejó quieto sobre la paja, entreabiertos los ojos y todo él pendiente del lamento de la voz, pendiente con las potencias íntegras de su alma...

—Ay... Por favor...

Fierro se agitó en su cama...

—Por favor..., agua...

Fierro despertó y prestó oído...

—Por favor..., agua...

Entonces Fierro alargó un pie hasta su asistente.

—¡Eh, tú! ¿No oyes? Uno de los muertos está pidiendo agua.
—¿Mi jefe?
—¡Que te levantes y vayas a darle un tiro a ese jijo de la tiznada que se está quejando! ¡A ver si me deja dormir!
—¿Un tiro a quién, mi jefe?
—A ese que pide agua, ¡imbécil! ¿No entiendes?
—Agua, por favor —repetía la voz.

El asistente tomó la pistola de debajo de la montura, y empuñándola, se levantó y salió del pesebre en busca de los cadáveres. Temblaba de miedo y de frío. Uno como mareo del alma le embargaba.

A la luz de la luna buscó. Cuantos cuerpos tocaba estaban yertos. Se detuvo sin saber qué hacer. Luego disparó sobre el punto de donde parecía venir la voz: la voz se oyó de nuevo. El asistente tornó a disparar: se apagó la voz.

La luna navegaba en el mar sin límites de su luz azul. Bajo el techo del pesebre dormía Fierro.

Después de las carreras

De Manuel Gutiérrez Nájera

Cuando Berta puso en el mármol de la mesa sus horquillas de plata y sus pendientes de rubíes, el reloj de bronce, superado por la imagen de Galatea dormida entre las rosas, dio con su agudo timbre doce campanadas. Berta dejó que sus trenzas de rubio veneciano le besaran, temblando, la cintura, y apagó con su aliento la bujía, para no verse desvestida en el espejo. Después, pisando con sus pies desnudos los “no-me-olvides” de la alfombra, se dirigió al angosto lecho de madera color de rosa, y tras una brevísima oración, se recostó sobre las blancas colchas que olían a holanda nueva y a violeta. En la caliente alcoba se escuchaban, nada más, los pasos sigilosos de los duendes que querían ver a Berta adormecida y el tic-tac de la péndola incansable, enamorada eternamente de las horas. Berta cerró los ojos, pero no dormía. Por su imaginación cruzaban a escape los caballos del Hipódromo. ¡Qué hermosa es la vida! Una casa cubierta de tapices y rodeada por un cinturón de camelias blancas en los corredores; abajo, los coches cuyo barniz luciente hiere el sol, y cuyo interior, acolchonado y tibio, trasciende a piel de Rusia y cabritilla; los caballos que piafan en las amplias caballerizas, y las hermosas hojas de los plátanos, erguidas en tibores japoneses; arriba, un cielo azul, de raso nuevo; mucha luz, y las notas de los pájaros subiendo, como almas de cristal, por el ámbar fluido de la atmósfera; adentro, el padre de cabello blanco que no encuentra jamás bastantes perlas ni bastantes blondas para el armario de su hija; la madre que vela a su cabecera, cuando enferma, y que quisiera rodearla de algodones como si fuese de porcelana quebradiza; los niños que travesean desnudos en su cuna, y el espejo claro que sonríe sobre el mármol del tocador. Afuera, en la calle, el movimiento de la vida, el ir y venir de los carruajes, el bullicio; y por la noche, cuando termina el baile o el teatro, la figura del pobre enamorado que la aguarda y que se aleja satisfecho cuando la ha visto apearse de su coche o cerrar los maderos del balcón. Mucha luz, muchas flores y un traje de seda nuevo: ¡ésa es la vida!

Berta piensa en las carreras. “Caracole” debía ganar. En Chantilly, no hace mucho, ganó un premio. Pablo Escanden no hubiera dado once mil pesos por una yegua y un caballo malos. Además, quien hizo en París la compra de esa yegua, fue Manuel Villamil, el mexicano más perito en estas cosas de “sport”. Berta va a hacer el próximo domingo una apuesta formal con su papá: apuesta a “Aigle”; si pierde, tendrá que bordar unas pantuflas; y si gana, le comprarán el espejo que tiene Madame Drouot en su aparador. El marco está forrado de terciopelo azul y recortando la luna oblicuamente, bajo una guirnalda de flores. ¡Qué bonito es! Su cara reflejada en ese espejo, parecerá la de una hurí, que, entreabriendo las rosas del paraíso, mira el mundo.

Berta entorna los ojos, pero vuelve a cerrarlos en seguida, porque está la alcoba a oscuras.

Los duendes, que ansían verla dormida para besarla en la boca, sin que lo sienta, comienzan a rodearla de adormideras y a quemar en pequeñas cazoletas granos de opio. Las imágenes se van esfumando y desvaneciendo en la imaginación de Berta. Sus pensamientos pavesean. Ya no ve el Hipódromo bañado por la resplandeciente luz del sol, ni ve a los jueces encarnados en su pretorio, ni oye el chasquido de los látigos. Dos figuras quedan solamente en el cristal de su memoria empañada por el aliento de los sueños: “Caracole” y su novio.

Ya todo yace en el reposo inerme; 
El lirio azul dormita en la ventana; 
¿Oyes? Desde su torre la campana 
La medianoche anuncia; duerme, duerme.

El genio retozón que abrió para mí la alcoba de Berta, como se abre una caja de golosinas el día de Año Nuevo, puso un dedo en mis labios, y tomándome de la mano, me condujo a través de los salones. Yo temía tropezar con algún mueble, despertando a la servidumbre y a los dueños. Pasé, pues, con cautela, conteniendo el aliento y casi deslizándome sobre la alfombra. A poco andar di contra el piano, que se quejó en si bemol; pero mi acompañante sopló, como si hubiera de apagar la luz de una bujía, y las notas cayeron mudas sobre la alfombra: el aliento del genio había roto esas pompas de jabón. En esta guisa atravesamos varias salas; el comedor de cuyos muros, revestidos de nogal, salían gruesos candelabros con las velas de esperma apagadas; los corredores, llenos de tiestos y de afiligranadas pajareras; un pasadizo estrecho y largo, como un cañuto, que llevaba a las habitaciones de la servidumbre; el retorcido caracol por donde se subía a las azoteas, y un laberinto de pequeños cuartos, llenos de muebles y de trastos inservibles.

Por fin, llegamos a una puertecita por cuya cerradura se filtraba un rayo de luz tenue. La puerta estaba atrancada por dentro, pero nada resiste al dedo de los genios, y mi acompañante, entrándose por el ojo de la llave, quitó el morillo que atrancaba la mampara. Entramos: allí estaba Manón, la costurera. Un libro abierto extendía sus blancas páginas en el suelo, cubierto apenas con esteras rotas, y la vela moría lamiendo con su lengua de salamandra los bordes del candelero. Manón leía seguramente cuando el sueño la sorprendió. Decíanlo esa imprudente luz que habría podido causar un incendio, ese volumen maltratado que yacía junto al catre de fierro, y ese brazo desnudo que con el frío impudor del mármol, pendía, saliendo fuera del colchón y por entre las ropas descompuestas. Manón es bella, como un lirio enfermo. Tiene veinte años, y quisiera leer la vida, como quería de niña hojear el tomo de grabados que su padre guardaba en el estante, con llave, de la biblioteca. Pero Manón es huérfana y es pobre: ya no verá, como antes, a su alrededor, obedientes camareras y sumisos domésticos; la han dejado sola, pobre y enferma en medio de la vida. De aquella vida anterior que en ocasiones se le antoja un sueño, nada más le queda un cutis que trasciende aún a almendra, y un cabello que todavía no vuelven áspero el hambre, la miseria y el trabajo. Sus pensamientos son como esos rapazuelos encantados que figuran en los cuentos; andan de día con la planta descalza y en camisa; pero dejad que la noche llegue, y miraréis cómo esos pobrecitos limosneros visten jubones de crujiente seda y se adornan con plumas de faisanes.

Aquella tarde, Manón había asistido a las carreras. En la casa de Berta todos la quieren y la miman, como se quiere y se mima a un falderillo, vistiéndole de lana en el invierno y dándole en la boca mamones empapados en leche. Hay cariños que apedrean. Todos sabían la condición que había tenido antes esa humilde costurera, y la trataban con mayor regalo. Berta le daba vestidos viejos, y solía llevarla consigo, cuando iba de paseo o a tiendas. La huérfana recibía esas muestras de cariño, como recibe el pobre que mendiga, la moneda que una mano piadosa le arroja desde un balcón. A veces esas monedas descalabran.

Aquella tarde, Manón había asistido a las carreras. La dejaron adentro del carruaje, porque no sienta bien a una familia aristocrática andarse de paseo con las criadas; la dejaron allí, por si el vestido de la niña se desgarraba o si las cintas de su “capota” se rompían. Manón, pegada a los cristales del carruaje, espiaba por allí la pista y las tribunas, tal como ve una pobrecita enferma, a través de los vidrios del balcón, la vida y movimiento de los transeúntes. Los caballos cruzaban como exhalaciones por la árida pista, tendiendo al aire sus crines erizadas. ¡Los caballos! Ella también había conocido ese placer, mitad espiritual y mitad físico, que se experimenta al atravesar a galope una avenida enarenada. La sangre corre más aprisa, y el aire azota como si estuviera enojado. El cuerpo siente la juventud, y el alma cree que ha recobrado sus alas.

Y las tribunas, entrevistas desde lejos, le parecían enormes ramilletes hechos de hojas de raso y claveles de carne. La seda acaricia como la mano de un amante, y ella tenía un deseo infinito de volver a sentir ese contacto. Cuando anda la mujer, su falda va cantando un himno en loor suyo. ¿Cuándo podría escuchar esas estrofas? Y veía sus manos, y la extremidad de los dedos maltratada por la aguja, y se fijaba tercamente en ese cuadro de esplendores y de fiestas, como en la noche de San Silvestre ven los niños pobres esos pasteles, esas golosinas, esas pirámides de caramelo que no gustarán ellos y que adornan los escaparates de las dulcerías. ¿Por qué estaba ella desterrada de ese paraíso? Su espejo le decía: “Eres hermosa y eres joven.” ¿Por qué padecía tanto? Luego, una voz secreta se levantaba en su interior diciendo: “No envidies esas cosas. La seda se desgarra, el terciopelo se chafa, la epidermis se arruga con los años. Bajo la azul superficie de ese lago hay mucho lodo. Todas las cosas tienen su lado luminoso y su lado sombrío. ¿Recuerdas a tu amiga Rosa Thé? Pues vive en ese cielo de teatro, tan lleno de talco, y de oropeles, y de lienzos pintados. Y el marido que escogió, la engaña y huye de su lado para correr en pos de mujeres que valen menos que ella. Hay mortajas de seda y ataúdes de palo santo, pero en todos hormiguean y muerden los gusanos.”

Manón, sin embargo, anhelaba esos triunfos y esas galas. Por eso dormía soñando con regocijos y con fiestas. Un galán, parecido a los errantes caballeros que figuran en las leyendas alemanas, se detenía bajo sus ventanas, y trepando por una escala de seda azul llegaba hasta ella, la ceñía fuertemente con sus brazos y bajaba después, cimbrándose en el aire, hasta la sombra del olivar tendido abajo. Allí esperaba un caballo tan ágil, tan nervioso como “Caracole”. Y el caballero, llevándola en brazos, como se lleva a un niño dormido, montaba en el brioso potro que corría a todo escape por el bosque. Los mastines del caserío ladraban y hasta abríanse las ventanas, y en ellas aparecían rostros medrosos; los árboles corrían, corrían en dirección contraria, como un ejército en derrota, y el caballero la apretaba contra el pecho rizando con su aliento abrasador los delgados cabellos de su nuca.

En ese instante el alba salía fresca y perfumada, de su tina de mármol, llena de rocío. ¡No entres! —¡oh fría luz!—, no entres a la alcoba en donde Manón sueña con el amor y la riqueza! ¡Deja que duerma, con su brazo blanco pendiente fuera del colchón, como una virgen que se ha embriagado con el agua de las rosas! ¡Deja que las estrellas bajen del cielo azul, y que se prendan en sus orejas diminutas de porcelana transparente! 

La compuerta número 12

De Baldomero Lillo


Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso, sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro, las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra de las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto. Pasado un minuto, la velocidad disminuye bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.

El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería, bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.

A cuarenta metros del piquete se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata, cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadota en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:

—Señor, aquí traigo el chico.

Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, Y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado a sus juegos infantiles y condenado como tantas infelices criaturas a languidecer miserablemente en las húmedas galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo, que, muy inquieto por aquel examen, fijaba en él una ansiosa mirada:

—¡Hombre!, este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo? 
—Sí, señor.
—Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí, enviarlo a la escuela por algún tiempo. 
—Señor —balbuceó la ruda voz del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica—, somos seis en casa y uno solo el que trabaja. Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come, y, como hijo de minero, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina.

Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz, vencido por aquel mudo ruego, llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyóse un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta.

—Juan —exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado—, lleva a este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida.

Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo:

—He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige de cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo.

Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió.

Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles, cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante, y más atrás con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida, habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos, cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. En balde desde el amanecer hasta la noche, durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra.

Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí, en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la veta. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y la espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar.
La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo, arrimado a la pared, había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaron confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años, acurrucado en un hueco de la muralla.

Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la oscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos, tal vez en la contemplación de un panorama imaginario, que, como el miraje desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día.

Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro, sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que ahogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos. Los dos hombres y el niño, después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre, de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron, por fin, delante de la compuerta número doce.

—Aquí es —dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en la roca.

Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo.

Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre, que temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.

El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol, y aunque su inexperto corazoncillo no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza. Una luz brilló a lo lejos de la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo.

—¡Es la corrida! —exclamaron a un tiempo los dos hombres.
—Pronto, Pablo —dijo el viejo—; a ver cómo cumples tu obligación.

El pequeño, con los puños apretados, apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral.

Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba, que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo: que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena, regresarían juntos a casa.

Pablo oía aquello con espanto creciente, y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un “¡Vamos!” quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían y el “¡Vamos, padre!”, brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante.

Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero, pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora.

El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías.

Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él, se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido y, como eslabones nuevos, que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo, los hijos sucedían a los padres y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marea viviente no se interrumpía jamás. Los pequeñuelos, respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido.

Y con resuelto ademán, el viejo desenrrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte, y a pesar de la resistencia y súplicas del niño, lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante.

La criatura, medio muerta de terror, lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia y hubo que emplear la violencia para arrancarle de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres.

Sus voces llamando al viejo que se alejaba, tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante y escuchó una vocecilla tenue como un soplo, que clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia: “¡Madre! ¡Madre!”

Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido y no se detuvo sino cuando se halló delante de la veta, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira, y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara.

Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándola con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.


Novia de azucar

De Ana García Vergua

A Rosenda la atraje con unos cirios rodeados de grandes rosas que había colocado en el altar de muertos. Ese año se me ocurrió adornarlo sin incienso ni calaveras; más bien parecía, me dijeron los vecinos, un arreglo de boda, debido al pastel, a la botella de champán en vez del clásico tequila o la cerveza. En medio acomodé el retrato de Rosenda, otro más que encontré en el baúl de mi abuela. Supuse que había sido pariente nuestra y que por algo merecería regresar.

Me metí a la cama y fingí dormir durante varias horas. De repente, en la madrugada, escuché ruidos como de ratón. Junto al altar me encontré a Rosenda comiendo con glotonería el pastel de bodas. Su sayo blanco, algo raído ya, ceñido a la cintura y escotado de acuerdo con la moda que le tocó vivir, estaba manchado de crema y migajas. Nadie la había traído jamás, me dijo, desde su muerte; siglos creía llevar sumida en una oscuridad con olor a tierra. ¿Cuánto tiempo ha pasado?, me preguntó sorprendida. No demasiado, le respondí, sin aclararle cuánto. Era una mujer muy bella, de carne generosa, con una llama de temor en la pupila. Contra su pecho estrujaba unos crisantemos de tela. Le preocupaba que este fuera el Juicio Final, que nadie la fuera a perdonar por sus muchos pecados. No te apures, susurré, quitándole el ramo, yo te perdono. La ceñí por la cintura y descorchamos champán. A cambio de que me escuchara y de poder tocarla, le ofrecí saciar la sed y el hambre de tantos años. Con eso basta, me dijo ahíta, cuando pasadas las horas empezó a clarear el día. Luego se dispuso a regresar a su tierra ignota, pero yo la encerré con llave en el armario, sin hacer caso de sus gritos ahogados y sus lamentos. Me convertiré en polvo, lo queramos o no, gritaba entre sollozos.


Dejé pasar el día completo hasta que el armario quedó en silencio otra vez. Mientras, me ocupé de desmontar el altar con cierta ceremonia. Al ocaso, dispuesta ya la cena en la mesa y descorchado un tinto que recordaba la sangre, decidí sacar a mi muerta del armario, seguro de encontrarla dormida y hambrienta. Pero cuál no fue mi decepción: entre los chales de seda blanca de mi abuela yacía tirada, como empujada por el aire, una calavera de azúcar que llevaba el nombre de Rosenda en la frente de papel plateado, y que se me deshizo en polvo entre los dedos. 

Ajedrez

De Martín Solares

Alejandro jugó en un torneo de ajedrez donde se apostaba la vida. Aunque el desafío iba en contra de sus principios, Alejandro estaba desesperado y se vio obligado a aceptar. De día buscaba trabajo, por la noche soñaba con ser un campeón internacional. Se imaginaba que vivía de apostar contra los retadores, hasta que se enfrentó a uno que apostaba más fuerte y jugaba mejor.

Una noche, después de haber vaciado los bolsillos de todos sus adversarios, Alejandro soñó que pretendía embaucar a un millonario. Estaba por convencerlo de apostar toda su fortuna cuando el magnate aceptó: «Muy bien, pero a condición de que juegues con mi maestro». Y señaló en dirección de un árabe que tenía el rostro oculto tras el turbante. Alejandro estuvo a punto de negarse, pues no ignoraba en qué región del mundo se originó este juego, pero entonces sintió que le jalaban la camisa: era ni más ni menos que el gran maestro Capablanca, que le decía: «Acepta, chico, yo te asesoro», y Alejandro aceptó.

Se dirigieron al tablero, que estaba en el centro de un gran auditorio. En cuanto entró en el lugar, Alejandro pensó que la disposición recordaba al Coliseo y notó que había una copiosa multitud en las gradas gigantescas: una multitud que se reía. La impresión de haber sido engañado se apoderó de él y esta sensación fue creciendo a medida que lo abucheaban, pero sobre todo, en cuanto vio a su rival. De lejos el adversario parecía cualquier persona, pero al ver cómo se desplazaba, algo en su modo de andar le recordó a los chacales. Cuando el rival se desprendió del turbante, Alejandro sintió que le fallaban las piernas, pues bajo el disfraz de árabe sólo había una calavera. Con esa manera de razonar que sólo se da en los sueños, Alejandro pensó: «Este tipo debe ser la Muerte», y le pareció lógico, porque el día anterior fue día de Muertos en el país.

No había que ser muy listo para saber quién era el favorito de la multitud, pero la fantasía de hacer fortuna pudo más que la prudencia. Abrió Alejandro. Un instante después, como un cazador exhausto que comienza una nueva persecusión, la Muerte replicó en el otro extremo del tablero. Al principio del juego sus movimientos eran tibios y remotos, como si no quisiera ganar —o como si otro estuviese jugando la partida—. Mas quien la observara con calma diría que sin duda desarrollaba una estrategia. Si bien parecía inexpresiva, si bien no parecía un jugador profesional, cerca de la jugada número veinte, que es donde comienzan a decidirse las cosas, Alejandro notó que la Muerte no sólo había estado envolviendo con tenacidad de hormiga cada una de sus figuras, sino que podía cobrarlas en cualquier momento, justo en el orden en que Alejandro las tocó: de la primera a la última. Además, cada vez que la Muerte se movía, la imagen de su esqueleto desnudo asustaba a Alejandro y le impedía continuar: «¿Qué hacemos, maestro? —le susurró a Capablanca—. ¿Cómo es que voy a ganar?». «Chico, no tengo ni idea. No sabes cuánto lo siento: se nos ponchó la guagua».


Al oír estas palabras, mi amigo comprendió que no tenía posibilidades y se dispuso a morir. Pero en cuanto creyó que lo había perdido todo, su suerte comenzó a cambiar. Aunque su contrincante era un jugador malicioso no tuvo dificultades para arrinconarlo con las torres y los alfiles. Cada vez que Alejandro cobraba una pieza la multitud se enervaba y el ambiente pronto recordó al del circo romano. El creciente malestar de los testigos le hizo preguntarse si respetarían su vida en caso de ganar y si no se estarían preparando para lincharlo. Así que se concentró y logró acabar con todas las piezas que opusieron resistencia. A pesar de los gruñidos y empellones de la multitud, Alejandro arrinconó a su rival lleno de inspiración, con suma facilidad. Estaba por eliminar al enemigo cuando se le ocurrió mirar la pieza que acababa de tomar. Entonces, cuando disfrutaba de su triunfo por anticipado, Alejandro descubrió que el caballo que tenía en la mano era en realidad una cebra. Y despertó angustiado, pues olvidó si jugaba con las blancas o con las negras.