No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El viaje a ninguna parte

De Fernando Fernán-Gómez

El teatro es otra cosa

Capítulo 1

(Fragmento)

Hay que recordar... Hay que recordar... Más alto, por favor. La música, digo. ¿Puede estar un poco más alta? Así, así... Sí, me acuerdo, me acuerdo muy bien. Estos que cantan son el Trío Calaveras, y la canción, un bolero, se llama Caminemos.

¡No, no es el Trío Calaveras! ¡Son Los Panchos! Han pasado ya tantos años... Pero son ellos, estoy seguro.

Sí, Los Panchos... A Los Calaveras los vi sólo una vez, cuando se despedían de Casablanca, una «sala de fiestas», como se llamaban entonces.

Aquella noche, después de cerrar, nos quedarnos unos cuantos con los calaveras. En aquel tiempo obligaban a cerrar esos sitios muy pronto.

Cosas de Franco, que como él no salía de noche... Su niña, sí, su niña sí que salía con amigos y amigas. A veces se la veía en las salas de fiestas, cuando había una atracción importante. Aún recuerdo su belleza, entre aristocrática y gitana, su mirada oscura... La recuerdo, sí, sí... Ella y las amigas de su mesa estaban siempre muy bien vestidas, es natural. Los dueños de esos locales también obligaban a vestirse bien a las chicas, pero era otra cosa. No había ni punto de comparación.

Como digo, nos quedamos unos cuantos. Un hombrecillo flaco, ondulado, atildado, con flor en el ojal, chilló con voz aguda y descaradamente amariconada:

-¡Bueno, ya estamos los cabales!

-Marceliano, dile a Molina que saque el champán -ordenó el dueño.

-¡Qué generoso, don Leandro! -celebró el marica.

Maruja Asquerino, que andaba por allí, suplicó seductora:

-Anda, Raúl, cantaros algo, que no se diga.

El calavera Raúl trató de excusarse.

-El trabajo ha terminado, hermana; no por hoy, sino por la temporada.

-¡La despedida, hombre, la despedida! -insistió Maruja.

A la petición se sumó el del ojal florido.

-¡Que hay gente importante! ¡Están aquí los mejores artistas del mundo!

-¡Que canten, que canten, que canten! -pidieron varias voces a coro.

Y cantaron esa canción mejicana, de amor y de despedida, tan triste: La barca de oro.

Por el champán, por la despedida o por el amor, a algunos de aquellos golfos y golfas se les saltaban las lágrimas.

Siempre se ha dicho de los artistas que somos aves nocturnas. Los artistas y los golfos. Para la gente somos todos uno. Aquella noche estaban en Casablanca Jorge Mistral, Lola Flores y la que he dicho antes, María Asquerino. Qué hermosura de mujer. Maruja, la llamaban entonces.

Yo, en persona, casi no conocía a nadie. Eran artistas de Madrid, y yo hasta hacía poco no había salido de los pueblos. Creo recordar que me había llevado a Casablanca Miguel Mihura, que acababa de descubrirme. Descubrimiento tardío, porque yo andaba ya por los cuarenta años, pero al que debo mis mayores éxitos y los años más felices de mi vida. Hasta entonces siempre había trabajado en la compañía de mi padre, un gran actor que no tuvo suerte; enamorado siempre, como yo, de su profesión, la más bella que existe.

Solíamos vivir en una fonda de Ciudad Real... ¿O de Talavera de la Reina? En fin, la fonda en que vivíamos casi todo el año, estaba en Ciudad Real, y desde allí salíamos para los pueblos de La Mancha o de La Llanada. Siempre de pueblo en pueblo. Siempre de camino, como en la canción de Los Panchos. Pero cuando ocurrió lo que ahora quiero contar, no sé si estábamos en la fonda de Ciudad Real o en una pensión de Talavera. No me acuerdo bien. Bueno, pero es lo mismo. Lo que quería contar es cuando se presentó mi hijo, aquel zangalotino.