No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

AVISO: No hay libros digitales para descargar en este blog para evitar problemas legales. Si necesitas algún texto completo publicado, pídelo en los comentarios y me pondré en contacto lo más pronto posible.
Mostrando las entradas con la etiqueta Gonzalo Torrente Ballester. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Gonzalo Torrente Ballester. Mostrar todas las entradas

La muerte del decano

De Gonzalo Torrente Ballester



Primera Parte

 
1





El lego entró arrastrando las sandalias, las manos recogidas debajo del escapulario, y éste oculto por un mandil, de los de peto. Llevaba la capilla echada y unas gafas de hierro montadas en la nariz.



—El padre Fulgencio me dice que vendrá en seguida. El padre Fulgencio está atendiendo a unos frailes jóvenes que le han planteado una cuestión moral, pero vendrá en seguida. El padre Fulgencio le estaba esperando.



—Daré una vuelta por el claustro.



—En el claustro hace mucho frío, y hay partes donde llueve. El señor Decano haría mejor en meterse en mi chiscón, que tengo una estufa encendida, o, en todo caso, pasar a la sala de visitas.



—No, no. Esperaré en el claustro. Vengo bien abrigado.



Se subió el cuello y se calzó los guantes. Llevaba un paraguas, y lo sostuvo debajo del brazo. Se apoyó en él. Descendió por los escalones de piedra y cerró tras sí la puerta de cristales. El lego hizo un gesto de incomprensión y se metió en su cuchitril.



Por el claustro corría el viento en ráfagas sonoras cargadas de gotas gruesas de lluvia. Estaba el aire gris, y la piedra negreaba en los ángulos remotos. El Decano se apoyó en el murete que separaba el claustro del jardín. Llovía fuerte, la lluvia batía los macizos sin flores, los magnolios de las esquinas borraban el perfil de los arcos. Chorreaba por la cubierta del templete central, en el que habían instalado una estatua moderna, cursi, de san Francisco.



La lluvia no dejaba ver el gesto patético y almibarado del santo.



El Decano, sin embargo, no apartaba la vista de él. No dejó de mirarlo hasta que se oyeron las sandalias del padre Fulgencio por las losas húmedas. Entonces, el Decano volvió la cabeza. El fraile con la capa puesta y la capilla echada, se acercaba rápido: sus pies descalzos aparecían y desaparecían por debajo del hábito conforme caminaba.



—Pero, hombre de Dios, ¿cómo se ha venido hasta aquí con la tarde que hace? Hubiera esperado mejor en la sala de visitas.



Le cogió del brazo y tiró de él hacia la salida.



—Venga. Usted sabe que allí tenemos un radiador que algo calienta. Y fray Manolo nos traerá de beber. Venga.



El Decano se dejó llevar.



Entraron en la sala de visitas, vacía. Por una ventana entraba un poco de luz, pero la habitación estaba sombría. El fraile encendió la lámpara central: tres brazos y una bombilla, rodeada de abalorios verdes y rojos, una cenefa de azules. El padre Fulgencio le señaló un sillón forrado de hule verde oscuro.



—Acomódese. Voy a pedir que nos traigan el licor.



Al lego, que acudió renqueando, le pidió que trajera una botella de licor y dos copas. Luego se volvió al Decano.



—No lo hago sólo por invitarle, sino por egoísmo. Una copita, con el frío que hace, nunca viene mal.



Se sentó en una silla. El Decano jugaba con el paraguas.



—Déjeme eso, se lo colgaré por ahí.



Mientras colgaba el paraguas, vuelto de espaldas, añadió:



—También puede quitarse el abrigo, que estará húmedo.



Se volvió, y ayudó al Decano.



Le sacudió la lluvia y colgó el abrigo en una percha.



—Ahí estará mejor. Entrará en calor cuando nos traigan la copa. ¿Me da un pitillo?



El Decano sacó el paquete del bolsillo, extrajo dos cigarrillos y dio uno al fraile. Puso el otro entre los labios y encendió el mechero. El fraile chupó ávidamente el cigarrillo. El Decano, mientras, encendía el suyo con parsimonia. Se mezclaron los humos. Se miraron. Se echaron a reír.



—¿Le pasa algo? ¿Cómo se le ocurrió venir esta tarde?



—Digamos que vengo de despedida.



—¿Se va de viaje?



—No, precisamente. Bueno, según se mire, lo de hoy puede ser un viaje. Mucha gente considera a la muerte como final del viaje, y, otros, como su comienzo. A mí me da lo mismo, pero usted puede escoger.



Al fraile le había quedado la mano en el aire, el cigarrillo humeando. Se agravó el tono de su voz.



—No me dirá...



—A decírselo vengo.



Entró el lego sin llamar.



Traía una bandeja de peltre con una botella y dos copas. Lo dejó todo en una mesilla. El Decano dijo al padre Fulgencio:



—Antes de hablar, sírvame la copa.



—Me han traído coñac. No sé si le apetecerá a estas horas.



—Un coñac siempre viene bien con este tiempo, aunque sea de ese malo que ustedes usan.



—El voto de pobreza no nos permite tenerlo mejor -le dijo el fraile mientras servía la copa y se la tendía. El Decano carraspeaba.



—Es un verdadero matarratas, pero en fin, no habiendo otra cosa...



Echó un sorbo breve y dejó la copa en una esquina de la mesa. El fraile probó la suya.



—No le falta razón. Es verdaderamente fuerte. Rasca la garganta. Le pediré al prior que compre coñac de otra clase.



—A veces basta con cambiar de marca.



—Usted, naturalmente, beberá del mejor.



El Decano, la copa en alto, sonrió.



—Yo no hice voto de pobreza, y mantengo algunas malas costumbres. La del buen coñac es de las más caras.



Bebió otro sorbo. Volvieron a mirarse. Lo trivial quedaba dicho.



—Me tiene usted preocupado.



—Yo también lo estoy.



—Pues no lo parece. Ha hablado, hace un momento, con toda naturalidad de...



—De mi muerte inmediata. ¿Esta noche, quizá? No puedo saberlo, pero lo presiento. Lo presiento por ciertos indicios.



—¿No será todo una fantasía? Lo he pensado muchas veces.



—Yo también; pero, en todo caso, es una fantasía que a veces me abruma como la realidad más evidente. Esta mañana don Enrique estuvo tan amable conmigo, tan cariñoso... Yo le observaba, y en su mirada vi la muerte. La mía, por supuesto. En su mirada, en cierto temblor de sus manos. Por buen actor que sea, siempre hay síntomas...



—¿Por qué no le hace frente?



—¿Con qué pretexto? ¿No ve usted que sería ridículo? Imagínelo. Me diría inmediatamente: Usted se ha vuelto loco. Y tendría que confesarle que sí. Si hice de usted mi confidente, fue porque usted es la única persona que sabe que hablo en serio, que lo comprende.



El Decano dejó un momento la voz en suspenso y, con la mano, hizo un signo vago.



—Tengo ciertos principios de conducta, y alguna vez le he dicho que la muerte no me aterra.



—Cuando es inevitable. Pero ésta...



—Para mí lo es.



—Puede usted marcharse de viaje. Esta tarde misma.



—¿Y qué? Sería aplazarlo unos días, un mes... No puedo marcharme indefinidamente, menos aún puedo ir al Rector y decirle que marcho por miedo a que me envenenen... porque la muerte que presiento...



Miró fríamente al fraile.



—...para hoy mismo...



El padre Fulgencio se levantó airado.



—¿Para hoy mismo? No le dejaré salir del convento. Hay alguna celda cómoda... para cuando vienen a visitarnos los prelados. También puedo encargarle una cena especial.



El Decano, también de pie, lo empujó hasta el asiento. Luego se sentó también.



—Hasta ahora me escuchó siempre con serenidad.



—No estaban las cosas tan graves.



—¿Qué más da? Usted puede seguir pensando que se trata de una fantasía. Yo, sin embargo, creo en el Destino, y en que es inútil huirle. Recuerde la historia aquella del que se escapó a Samarcanda para esquivar la muerte, cuando la muerte le esperaba precisamente en Samarcanda.



—Los hombres de Oriente tienen otra mentalidad. Los conozco bien. No olvide los años que pasé en Jerusalén. Pero nosotros...



—Ustedes creen que Dios les tiene asignado un momento, y que es inútil escaparle. Yo espero ese momento como inevitable... Esta noche, quizás, según ciertos indicios. Ya se lo dije.



—¿Y viene usted...?



—Vengo a traerle unos papeles para que los guarde junto a otros que tiene, y a decirle quizá hasta mañana.



Metió la mano en el bolsillo, sacó unos papeles doblados, se los tendió al fraile.



—Guárdeselos. Léalos si quiere, pero guárdelos. Mi pensamiento sobre la Historia Antigua se interrumpe ahí. Dirán que es una obra genial. Yo sé hasta dónde llega su valor. Que esté conclusa o inacabada, ¿qué más da? Aunque es posible que se publique acabada. Él la terminará: tiene notas mías y el estilo es fácil de imitar. Entonces, si este libro se publica, es cuando usted debe sacar a relucir los capítulos que guarda y armar el escándalo. Porque se armará, ya lo creo. Pero, por si las cosas salieran mal, hoy he mandado a Madrid mis papeles. No esos que usted guarda, sino las notas y proyectos de lo que será mi obra. No se deben abrir esos papeles hasta los veinte años de mi muerte. ¿Se imagina usted la sorpresa, el susto de quien me ha robado, de quien me ha quitado la vida? Veinte años: le harán falta para escribir todo lo que puede sin oírme... Pero ya me oyó bastante como para poder suplantarme, a mi obra, quiero decir. Son unas precauciones a largo plazo, pero también una venganza. ¿Imagina usted lo que es ver cómo se desbarata una carrera que parecía segura?



—Pero si él le mata...



El Decano se levantó, recabó su abrigo. Mientras se lo ponía, dijo:



—No sé con qué cautelas se prepara este crimen, pero usted sabe que pocos quedan impunes. Si a él le meten en la cárcel, si lo condenan, le encomiendo a usted el cuidado de su mujer. Vea usted la manera de que le den un trabajo, que no se muera de hambre. Es una criatura delicada e inocente. Ella no participa en la envidia de su marido, ya se lo dije alguna vez. No tiene por qué pagar las consecuencias. Ella, además, me estima.



—Y usted la ama.



—Sí. Es lo único que me importa de este mundo que probablemente voy a dejar... Aunque, ¿quién sabe?, a lo mejor es una fantasía, y pasado mañana estaré otra vez aquí, con este frío, a entregarle más papeles y a decirle que el gran momento se ha aplazado...



Cogió el paraguas. El fraile se había levantado y le tendió la mano.



—No quiero insistir en lo que otras veces le dije, pero Dios es misericordioso, y con un acto de fe, un acto de arrepentimiento, aunque sea en los estertores...



El Decano recibió su mano y la apretó con efusión.



—Gracias. Usted sabe que sé a qué atenerme, si llega el caso, aunque no creo que llegue. No creo, creo... ¿Quién sabe?



—Rezaré por usted toda la tarde.



El Decano atravesó el zaguán de piedra, abrió el paraguas y se lanzó, pausado, bajo la lluvia. El fraile le contempló desde la puerta, hasta perderlo de vista. Se santiguó, entró en el convento y cerró tras de sí.





Al llegar al comienzo de la plaza, el Decano se detuvo ante la superficie desierta, golpeada por el viento: se metió por el arco, rodeó la Catedral y por las callejas llegó a la Universidad. No había nadie a la puerta, y en el zaguán empezaba a lucir el farol del alumbrado. Lisardo, el bedel, ajetreaba en su zaquizamí. Le saludó.



—Buenas tardes, señor Decano. Aunque llamarle buenas...



—Llueve. ¿Tiene algo de extraño?



—Aquí, no, desde luego. Pero ya llevamos muchos días así.



—Me molesta más el frío que la lluvia. ¿Ha visto usted a don Enrique?



—En la biblioteca estaba hace un momento.



—Voy a verlo. Mientras tanto, enciéndame la estufa y espere en el decanato a que yo vaya.



—Ahora mismo, señor Decano.



El bedel torció a la izquierda, hacia el decanato. El Decano dejó el paraguas en un rincón, escurriendo, y se marchó a la biblioteca. No había nadie en el claustro, y al final rojeaba un farol. Don Enrique leía en un rincón. No se dio cuenta de que el Decano había entrado hasta que lo tuvo cerca. Se levantó.



—¿No es muy tarde para usted a estas horas?



—Tengo unos papeles pendientes. Lisardo me dijo que estaba usted aquí, y se me ocurrió invitarle a cenar.



Don Enrique puso cara de disculpa.



—No está prevenida Francisca.



—Tiene usted tiempo de avisarla. Me gustaría hablar con usted de alguna cosa. Mire: váyase a casa mientras yo despacho esos papeles, y nos encontraremos... ¿le parece bien a las nueve? en casa de Ramallo.



—¿En casa de Ramallo?



—Se me antoja cenar empanada de lamprea...



—Usted no suele cenar fuerte.



—Un día es un día. ¿A las nueve, entonces?



Don Enrique asintió resignadamente.



—Aunque tarde un poco no importa. Y procure no mojarse.



Salió de la biblioteca. Don Enrique permaneció de pie un rato. Luego, cerró el libro y lo devolvió al anaquel.



Lisardo estaba en cuclillas, atizando la estufa.



—Deje eso ya. Póngase el impermeable. Vaya a la pastelería esa de ahí cerca y que le den la mejor caja de bombones que tengan.



Tendió un billete a Lisardo.



—Que se la den bien empaquetada, que no se moje. Y me la trae aquí.



Lisardo hizo un saludo y salió.



Tenía buen aspecto, aquel bedel: cara alargada, inteligente, un poco pálida, de rasgos nobles, y el aire de un señor venido a menos. Cerró la puerta sin ruido. El Decano, en cuclillas, abrió la puertecilla de la estufa y recibió la bocanada de calor. Cerró, se quitó el sombrero y el abrigo y los colgó en el perchero. Luego abrió una puerta disimulada en el panel de roble que llegaba casi hasta el techo, la puerta que escondía un retrete.



Echó una meadita breve, forzada, y, antes de cerrar, contempló la taza blanca con melancolía. Cerró de golpe. Sobre la mesa había un montón de papeles: los repasó, firmó unos cuantos, apartó otros, en montones bien delimitados. Encendió un cigarrillo y se sentó. Se levantó inmediatamente, apagó la luz del techo: la estancia quedó iluminada con la lámpara de la mesa y el resto envuelto en gris oscuro, el color del aire que entraba por la ventana. Vuelto al sillón, agotó el cigarrillo en chupadas lentas y espaciadas. Lo apagó, se oyeron golpes en la puerta. Dijo “Adelante” y entró Lisardo con un paquete de buen tamaño.



—Esto es lo mejor que había según me dijeron.



—Póngalo por ahí encima. Y, ahora, déme mi cuenta.



—Todavía no acabamos el mes, señor Decano.



—No importa. Llevo ahora dinero. Mañana me abre otra cuenta.



—Como quiera.



El Decano le tendió un billete. Lisardo lo cogió, lo miró.



—No tengo cambio. Ya me pagará mañana.



—O mañana me da usted la vuelta, ¿no le parece?



Lisardo se guardó el billete.



—Como quiera. Sobra más de la mitad.



Vio los papeles ordenados.



—Esto era la firma para mañana.



—Pues ya está despachada. Lléveselo todo y archive lo que sea de archivar.



Lisardo cogió los papeles, unos encima de otros, pero cruzados los montoncitos.



—¿Manda algo más?



—Que se cuide. Está malo el tiempo.



—Hago lo que puedo, y, de momento, no creo que me maten ni el viento ni la lluvia.



Salió sin hacer ruido. El Decano cogió el paquete de los bombones, lo sopesó, lo volvió a su lugar. Se sentó y encendió otro cigarrillo. Poco a poco, la escasa luz que entraba por la ventana se fue oscureciendo, apagó la lámpara de sobremesa y quedó a oscuras. Se veía ir y venir la punta del cigarrillo. De repente se levantó, encendió la luz del techo, sacó unos papeles del cajón y los quemó en la estufa, uno a uno, cuidadosamente.



Dejó sin quemar dos o tres cuartillas que devolvió al cajón. Después se puso el abrigo y el sombrero y salió. Al pasar por delante de Lisardo, recogió el paraguas, casi seco.



—Hasta mañana, Lisardo.



—Hasta mañana, señor Decano.



Había cesado el viento, y la lluvia que caía era fina y mansa.



Abrió el paraguas y se echó a andar, con el paquete de los bombones bajo el brazo. Llegó a la rúa y se metió bajo los soportales cuando pasaban dos chicas, estudiantes, metidas en sus impermeables transparentes, con los paraguas cerrados. Le saludaron, después de haber pasado el Decano, una dijo:



—No hay más que ver lo guapo que es y la facha que tiene.



—Y lo bien que viste -dijo la otra.



El Decano las oyó y sonrió, pero era una sonrisa triste. Deambuló un buen rato, por esta rúa y por la otra, a veces se detenía ante un rincón o ante un reflejo de la luz en las losas mojadas. Consultó la hora un par de veces.



Cuando dieron las nueve en el reloj de la catedral, apuró el paso y fue hasta la taberna de Ramallo.



Don Enrique aún no había llegado.



Le recogieron los avíos y se puso a leer una revista que sacó del bolsillo. Don Enrique tardó unos minutos.



—Estaba viendo ese trabajo de Méndez. Todo lo que dice aquí, como descubierto por él es archisabido.



Empujó hacia don Enrique la caja de los bombones.



—Esto es para Francisca, con mis respetos. Compensación por haberle robado el marido un par de horas.



—Le doy las gracias.



Don Enrique dejó el impermeable y la gorra encima de una silla, y se sentó en una banqueta, frente al Decano. Había llegado un mozo en mangas de camisa y chaleco oscuro. Esperaba, mudo, con lápiz y papel en la mano. El Decano le pidió, para empezar, una ración de empanada de lamprea; luego, ya vería. Don Enrique se limitó a un plato de merluza con patatas.



—¿No se decide usted por la lamprea?



—La encuentro muy fuerte para la noche. Ya le dije...



—Y yo le respondí que un día es un día. El de hoy lo dedico a los excesos. ¿Sabe usted que anoche pasé más de tres horas con una puta?



—Debía usted casarse.



—Eso no resuelve nada más que a los temperamentos tranquilos, como el de usted. Los inquietos nunca han hallado remedio en el matrimonio. El primer año, sí, y hasta puede que alguno más, depende de muchas cosas. Pero después renace la inquietud, y le viene a uno ganas de hacer experiencias. Y eso siempre es malo para la mujer propia. Prefiero no hacer mal a nadie y resolverlo a mi modo.



Había regresado el camarero con una fuente que colocó delante del Decano: venía en ella media empanada. La merluza tardaría un poco más: había que cocerla.



—¿Y de beber?



Pidieron un blanco del país.



De llegada, el Decano se bebió dos tazas: había comido ya un buen bocado de la empanada.



—Yo no digo que sea Dios, pero algún espíritu superior juntó estos sabores que tan bien se complementan, ¿no le parece? Claro que usted va a comer esta merluza puritana... ¿No es usted demasiado puritano, don Enrique?



—En cualquier caso, le aseguro que mi conducta no contraviene ningún principio. Es espontánea.



—Ahora se está estudiando la genética como explicación de muchas particularidades psicológicas. Un nuevo determinismo del que por aquí no se han enterado. Pero yo lo he leído en alguna parte, en una revista americana, si no recuerdo mal. Los años que vienen nos reservan muchas sorpresas.



—Y eso, ¿influirá en la Historia?



—Si influye en los individuos, y los individuos hacen la Historia...



—Entonces, todo lo que hagamos ahora será provisional, y habrá que revisarlo. Aunque, como usted sabe, yo no soy determinista, y puedo pasar de la biología.



—De todas maneras, no deje usted de enterarse de lo que pasa. Se lo he dicho más veces.



—Sí, y no lo eché en saco roto.



—Después, cuando usted me acompañe, podré prestarle esa revista. Es un artículo largo, bien informado. Le será útil, aunque quizá no inmediatamente. No conocemos aún el procedimiento... No conocemos aún el procedimiento para investigar los genes de Diocleciano. Los hechos están ahí, aunque pueden cambiar las interpretaciones, y no hay quien los mueva. Ya ve usted: cuando apareció lo de Freud, creíamos que iba a cambiar radicalmente nuestra visión de la Historia. Han pasado varios años, y lo más que tenemos son algunas hipótesis más o menos divertidas. Lo mismo sucedió con otras doctrinas. ¿Cree usted que hemos avanzado mucho sabiendo que Inocencio Iii era un resentido?



No esperó respuesta: se había liado con el último trozo de empanada y daba cuenta de él. Cuando vino el camarero con la merluza de don Enrique, le encargó otra ración igual, y más vino. Don Enrique le recomendó moderación. Él repitió: “un día es un día, ya se lo dije, el de hoy es especial”.



Llevaba don Enrique su merluza por la mitad, cuando el Decano volvió a hablar:



—No crea que eso de que hoy es un día especial se lo digo por decir. Hoy, por ejemplo, he pensado en algo que nos atañe.



Don Enrique levantó la cabeza, con los cubiertos del pescado en el aire.



—Sí, no me mire con esa cara. He pensado algo que le atañe principalmente a usted. Tiene que ver con sus oposiciones.



—¿No se sabe nada de ellas?



—Pero está al caer la convocatoria. Y usted sabe mucho, eso tiene que reconocerlo cualquier tribunal, pero le falta obra. Y he pensado que ese libro que íbamos a firmar a medias, lo firme usted solo. Yo le pondré un prólogo.



Don Enrique soltó los cubiertos.



—¡Pero eso no es justo! ¡Usted...!



—Yo no escribí ni una sola línea.



—Pero el pensamiento...



—¿Está usted seguro de que no es también suyo? No le digo que, en el origen, allá muy lejos, no haya algo mío, pero eso sucede con lo que piensa el discípulo, y usted lo fue mío. ¿No hemos hablado muchas veces de lo que hay de Hegel en Marx? Pero ya piensa por su cuenta. Recuerde nuestro convenio cuando acordamos firmar el libro juntos: se trataba simplemente de que mi apoyo quedase bien visible. Pero eso se logra también con un prólogo, ¿no le parece? Un prólogo extenso, en que el maestro presenta al discípulo y hace el primer juicio. El que usted se merece, ya lo conoce. Lo dejaré bien claro.



—Pero, ¿y su obra? Yo iré siempre a la zaga.



—Recuérdeme después que le hable de eso. Ahora me gustaría que me hablase usted del matrimonio. No es que piense casarme... ¡Dios me libre!, pero siempre conviene conocer la opinión contraria. Y usted tiene la experiencia que yo no tengo y que probablemente no tendré nunca.



—Yo no puedo generalizar.



—Usted es un hombre inteligente que puede reflexionar sobre su experiencia... sin que se note que es suya. Yo no le pido que me hable de su matrimonio, sino del matrimonio.



—Acabo de decirle que eso precisamente es lo que no puedo.



—Hay aspectos íntimos en los que ni quiero ni debo meterme: eso es lo que puedo imaginar... porque es lo más vulgar, y, a pesar de su intimidad, lo más conocido. Pero hay otros aspectos... No es lo mismo el matrimonio de un hombre como usted que el de un escribiente de Secretaría. Usted, por ejemplo, lleva diez años casado y, que yo sepa, no sólo no ha tenido aventuras, sino que su tiempo se divide entre el estudio y su mujer. Usted no tiene una peña de amigos con los que escape a lo cotidiano, ni juega al chamelo en los altos del casino. Usted no tiene tiempo libre, no se aburre. ¿Conoce usted a don Eustaquio, el catedrático de Obstetricia? Ahí tiene un caso vulgar. Y cuidado que su mujer es bonita y joven. A los dos años de casado empezó a escapar de ella. Ahora, es un marido como otro cualquiera: tiene su tertulia en el casino después de comer, y, por las tardes, su partida de póker. A ella la tiene preñada un año tras otro, para que no le ponga los cuernos, como la del catedrático de Histología, que no duerme con el marido y que anda con uno y con otro, como todo el mundo sabe.



—El adulterio como institución social, está pasado de moda. Si algo lo sostiene, es la literatura, sobre todo la teatral.



—No lo dirá usted por las comedias que vemos.



—La censura prohíbe las comedias de adulterio, pero es por razones morales. Las mías son más profundas.



—¿Podría usted decírmelas?



Don Enrique le miró fijamente, con toda seriedad, y el Decano se echó a reír.



—¿También en eso es usted puritano?



—No lo soy en nada. Se trata de una cuestión estética y un poco también de una cuestión histórica. Son ya mil años de darle vueltas al tema. Un poco cansado ya, ¿no le parece?



—Quizá tenga usted razón; pero siempre habrá mujeres que se aburran de los maridos, y hombres a quienes les guste picar en cercado ajeno.



—Yo lo encuentro frívolo y sin sustancia. Las historias, al menos hoy, se reducen a una sola: mi marido no me comprende, yo te comprendo perfectamente; en vista de eso, vamos a la cama.



El Decano estaba a punto de terminar la segunda ración de empanada, y el plato de don Enrique relucía de limpio. El Decano habló algo de los postres de la casa, y alabó el flan y la tarta de almendra.



—Aunque, claro, la encontrará pesada para estas horas. Le recomiendo el flan, que es más ligero.



Él tomó la tarta de almendra, y pidió para espuela un trago de aguardiente del país. Salieron.



Había dejado de llover, pero hacía frío. Don Enrique se quejó del clima.



—No es el clima el malo, como dicen los ingleses. Lo malo es el tiempo.



—Yo no entro en distinciones tan sutiles, pero tengo frío. Debí haber cogido una bufanda, como dijo mi mujer.



—¿Tiene usted el coche, o vamos a pie?



—El coche lo tengo frente a la Universidad. Si quiere, vamos andando hasta allí.



Era un coche pequeño, de importación. Apenas cabían dos cómodamente. Don Enrique se puso al volante.



—¿A su colegio?



El Decano respondió que sí.



No dijeron palabra hasta salir de la ciudad. Entonces, el Decano dio alguna indicación acerca del mejor camino.



—De todas maneras, tenemos que pasar una zona de barro. ¡Como aquello está en obras...!



El colegio levantaba su mole y sus luces al final de una explanada, llena de zanjas y de máquinas.



Hubo que sortearlas.



—Tendrá que andar con cuidado al salir. Usted no vino nunca aquí de noche, ¿verdad?



Dejaron el coche en un lugar alumbrado. El Decano abrió la puerta con su llavín. El portero les saludó:



—Buenas noches, señor Decano y la compaña.



El Decano guió hasta su estudio y encendió la luz: una lámpara pesada de una sola bombilla de gran voltaje. La habitación estaba caliente, aunque, a su cabo una ventana abierta dejaba pasar el frío.



El Decano explicó que, sin aquella ventilación, el calor de la calefacción hacía el lugar insoportable. Entraron: libros, papeles y algún cuadro en desorden estético.



A un lado quedaba, en penumbra, la alcoba.



—Siéntese, póngase cómodo. La gabardina, la puede dejar en cualquier parte. Pondré junto a ella los bombones y esta revista para que no se le olviden. Por ahí tengo esos papeles...



Don Enrique se había sentado.



El Decano le tendió un puñado de holandesas.



—No es que estén mal. ¿Cómo iban a estarlo? Pero le ruego que relea la última página, sólo la última. No la encuentro lo suficientemente clara. No es cuestión de cambiar el pensamiento, sino las palabras. Las dichosas palabras...



—¿Cree usted que es sólo la última página, o convendrá releer todo el capítulo?



—Eso es cosa de usted. Por cierto que...



Don Enrique, asustado, levantó la cabeza.



—¿Se le ocurre algo más? ¿Alguna corrección?



—No, ahora no se trata de eso.



El Decano se sentó. Don Enrique le miraba, diríase que con desconfianza.



—Me va usted a escuchar durante un rato. Siga sentado y no se inquiete. ¿Quiere algo de beber? Puedo ofrecerle coñac y whisky. Y un buen cigarro, por supuesto. Tome, huélalo y enciéndalo. Me los traen de Cuba, de contrabando. Yo fumo dos o tres al día.



Llamaron a la puerta. El Decano dijo “Adelante”. Entró un caballero de gafas, mediano de edad, muy espabilado, la cara un poco cínica.



—Me dijeron que había usted llegado. Yo tengo que salir durante un par de horas. ¿Lo dejamos para mañana?



—Vea usted si hay luz en la habitación. Si la hay, llame.



—Hasta entonces. Adiós, don Enrique.



Don Enrique se incorporó y volvió a sentarse cuando desapareció el visitante.



—¿Quién es? -preguntó.



—No los presenté porque creí que se conocían. En todo caso, él le conoce a usted. Es el director del Colegio, un ladrón de libros confeso. Suele venir por las noches a hacerme compañía y a contarme sus latrocinios. Un tipo divertido. En su cuarto tiene verdaderos tesoros que, a su muerte, irán a parar a los libreros de viejo, porque él no tiene familia que le herede. Tenga usted cuidado, si algún día lo encuentra. No le invite a su casa, porque tiene un arte endiablado para llevarse algo.



—Y a usted, ¿no le ha robado nunca?



—No lo sé. Supongo que sí. Aunque mis tesoros bibliográficos no son de los que le interesan.



Había encendido una astilla de madera arrancada de una caja de puros. La acercó a don Enrique, y luego encendió el suyo, vegueros de buena marca y gran tamaño.



—Por cierto, al único que le interesan mis libros es a usted.



—Procuro comprar lo que puedo.



—No lo haga. Pídamelos a mí. Y no como hasta ahora, que me los devolvió todos. Entienda que cada libro que le preste es un regalo. Y no me mire con esa sorpresa: es algo que tengo muy pensado, y que entenderá después de que le haya hablado. Escúcheme y no se mueva ni me interrumpa, pero puede echar hacia aquí el humo de su cigarro. Lo que tengo que decirle es muy sencillo: renuncio a la Historia por la Literatura, es decir, renuncio a mi carrera. Y renuncio porque he encontrado un camino mejor para expresar lo que llevo dentro. Voy a dedicarme a la novela... ¡No ponga esa cara, hombre! De momento a la novela histórica. De momento, y quizá para siempre. El pensamiento abstracto no me satisface. ¡Siempre desconocerá usted la fascinación de expresarse por figuras que hablan y que piensan! Usted conoce mi preocupación por la naturaleza del poder. Creo haber llegado a alguna conclusión... insatisfactoria. Ahora estoy pensando en una serie de novelas, dos o tres, sobre la época de la Tetrarquía y sobre Constantino, que la resolvió... inútilmente. La figura de Diocleciano me fascina, aquel hombre que renunció... ¿Por qué renunció? Usted tendrá una respuesta, seguramente, pero esa respuesta no satisfaría a Shakespeare. Este hombre es mi modelo, no pensó en César y en Marco Antonio, los hizo hablar, y yo querría hacer en prosa narrativa lo que él hizo en el teatro. No lo mismo, claro, que eso lo hizo él de manera insuperable, pero algo por el estilo. ¿No le ve usted? Diocleciano, Maximiliano, los césares, el Imperio repartido porque a ninguno de los cuatro les cabe ya en la cabeza... tan extenso, tan complejo... Y la aparición de Constantino, el último a quien el Imperio cabe en la cabeza... aunque a su modo que ya no es el de antes. Hay un problema, se lo confieso, y es lo que ahora me preocupa hasta la angustia: hallar el lenguaje adecuado, un verdadero lenguaje novelesco, tan distinto del nuestro habitual. Cuando usted se retire, empezaré la novela por centésima vez... y romperé lo que escriba, lo seguiré rompiendo una noche tras otra, hasta que encuentre el tono. Saber no me falta. Lo que tengo que decir está bien pensado y estudiado. Pero, las palabras... todo es cuestión de palabras, de tono.



—¿Y la cátedra? ¿Qué va a hacer de la cátedra?



—De momento, seguir en ella. Más adelante, Dios dirá.



Don Enrique buscaba un lugar donde dejar la ceniza del puro.



—No haga usted eso. Un cigarro de esta calidad conserva la ceniza hasta el final. Fíjese en el mío.



—¿Y el pulso? Si le tiembla el pulso, ¿qué pasa?



El Decano levantó en alto el cigarro, cogido con dos dedos.



—Mi pulso no tiembla jamás, aunque tenga que matar a un hombre.



El cigarro se mantenía inmóvil.



Don Enrique lo miró fijamente.



Luego dijo:



—Mi pulso temblaría, aunque sólo fuese para matar a un mosquito. Páseme el cenicero.



El Decano empujó hacia él un recipiente de barro, redondo, rojizo, con cuatro o cinco colillas.



Don Enrique sacudió la ceniza del puro, un cilindro gris de pocos centímetros de largo.



—Se rinde usted fácilmente. Si yo fuera como usted, seguiría pensando en otras interpretaciones de la Historia. Pero, ya ve, renuncio a ellas, o, al menos, a su expresión científica. Lo dejo en manos de usted, es decir, en buenas manos. Cuando usted publique un libro, será como si yo lo hubiera escrito, o, más bien, un libro que yo hubiera escrito de haber seguido mi camino. Pero he encontrado este otro: acaso un día volvamos a coincidir, acaso yo logre decir en una novela lo que usted dirá en su obra maestra. ¿Por qué no? Son dos modos de expresión distintos, el científico y el poético, pero ambos llevan al mismo fin...



Don Enrique le interrumpió:



—¿La verdad?



El Decano se echó a reír.



—¡No sea usted ingenuo! Nadie alcanzará jamás la verdad. En el fondo, nadie espera hallarla, ni usted mismo lo esperará cuando haya estudiado y pensado unos años más. Y si cree en la verdad de lo que piensa y de lo que escribe, peor para usted. Si hablo de que usted y yo volveremos a encontrarnos, es porque espero de su pensamiento la misma perfección a que aspiro con mis novelas. Hoy sabemos que Hegel no alcanzó la verdad; sin embargo, tanto usted como yo admiramos su sistema. ¿Por qué no analiza las razones de su admiración? Pues eso mismo que hallamos en el pensamiento no verdadero de Hegel es lo que, en el mejor de los casos, alcanzaremos, usted por su camino, yo por el mío.



Se detuvo, de pronto. Miró detrás de don Enrique, hacia la ventana abierta.



—¡Quieto! ¡No se mueva!



Se levantó rápidamente, se asomó, escrutó en la oscuridad hacia arriba y hacia abajo.



—Juraría que alguien nos estaba escuchando. Vi una cabeza rapada y roja, un rostro pecoso.



Don Enrique se le acercó, después de haber sacudido la ceniza del cigarro. El Decano mantenía el suyo. Don Enrique miró también.



—No veo a nadie.



—Yo, tampoco. Pero juraría que una cabeza rojiza, pelada, nos estaba escuchando. ¿No tenemos un alumno así? ¿O es una alumna?



—¿Quiere que vaya a mirar? Si había alguien de esas señas, o me lo tropezaré al salir, o lo descubriré.



—Como usted quiera.



Don Enrique salió. El Decano permaneció junto a la ventana, el cigarro con la ceniza entera en la mano. Vio pasar a don Enrique, hacia arriba y hacia abajo. Salió, poco después, de las sombras.



—No he visto a nadie.



—Quizá haya sido una ilusión mía. ¡Lo que le estaba diciendo es tan personal! No dé la vuelta. ¿Por qué no sube por aquí? Yo puedo ayudarle.



Tendió los brazos hacia fuera, don Enrique se agarró a sus manos y trepó hasta el repecho. Se puso en pie y saltó.



—Gracias por la ayuda. Si lo pienso, no hubiera sido capaz.



—Todavía soy fuerte para ayudar a un hombre a trepar a una ventana.



—¿Tiene usted por ahí un papel? Me he embarrado los pies, y le voy a manchar la alfombra.



—Espere que se lo traigo.



Don Enrique no se había movido. Se limpió los zapatos con el papel, y lo echó a la papelera.



Luego, recobró su asiento.



—Este incidente estúpido -dijo el Decano- ha soplado sobre mi inspiración y la ha ahuyentado. Ya no me oirá usted más tonterías, y, para tonterías, las del Director del Colegio, que estará a punto de llegar. ¿Le ayudo a ponerse el abrigo?



—Como usted quiera.



Se levantaron. Don Enrique apretó su cigarro contra el fondo del cenicero y lo abandonó allí.



El Decano apoyó el suyo cuidadosamente, con unos centímetros de ceniza, gris casi blanca. Se adelantó a don Enrique, cogió el abrigo y le ayudó a ponérselo. Con la gorra, le entregó la caja de bombones y los papeles.



—No olvide usted esto. Para Francisca, con mis respetos, por haberle retenido a usted más tiempo del debido. No olvide los papeles de ese capítulo, quizá mañana por la mañana, después de clase, pueda usted corregir el último folio. Yo le esperaré en el Decanato, como siempre...



Le tendió la mano.



Don Enrique se había detenido, la gorra en la mano y el paquete bajo el brazo, junto a la puerta.



El Decano había cogido una tetera antigua y le echaba una cucharada de té.



—Al Director le invito a una taza cada noche. No le gusta, pero lo encuentra una bebida muy intelectual. La preparación ya la tengo convenida con el camarero. Seguramente espera mi llamada. No hace falta que usted lo avise. En cambio... ¿Dónde diablos habrán metido la taza? La mujer que me arregla el cuarto pone las cosas cada día en un sitio distinto. ¿Ve usted una taza por ahí?



Don Enrique echó un vistazo: había una taza en una esquina vacía del anaquel de los libros. Alargó la mano y la cogió.



—Aquí está. Al menos, una. En un lugar absurdo.



—Con una, basta. Yo ya tomé café, si no recuerdo mal, y estoy fumando un puro. Se beberá el té él solo, el Director. Póngala aquí, junto a la tetera.



El camarero llamó a la puerta.



El Decano le mandó pasar. Le entregó la tetera.



—Como siempre.



—Sí, señor.



Se retiró el camarero.



—Ahora váyase usted también, don Enrique, no sea que se me ocurra alguna novedad y vuelva a retenerlo.



—Hasta mañana.



—Los bombones, ya sabe, a Francisca, con mis respetos.



—Ella le dará personalmente las gracias.



Vino el camarero con la tetera, le mandó que la dejase en la bandeja, junto a la taza.



—¿Va usted a estar despierto cuando venga el Director?



—Tengo esa orden.



—Dígale de mi parte que le espero.



El camarero se retiró.



Don Enrique salió. El Decano abrió una alacena, sacó una botella, mediada, de whisky, se sirvió generosamente en un vaso y le echó un poco de agua. Se sentó y empezó a beber, mientras fumaba cuidadosamente el medio puro que le quedaba, la ceniza incólume. Así estuvo un corto rato. Calmosamente: chupada, sorbito. Acabó casi al mismo tiempo la bebida y el cigarro. Éste lo dejó en el cenicero, sin soltar la ceniza. Se desentendió del vaso. Cerró los ojos, pero en seguida los abrió sobresaltado. Miró la hora.