No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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NOS4A2

De Joe Hill

(Fragmento)

La carretera a Christmasland

EL DÍA SE HABÍA MARCHADO Y LOS FAROS DEL ESPECTRO TALADRABAN una oscuridad helada. Motas blancas atravesaban las luces a gran velocidad y se estrellaban suavemente en el parabrisas.

—¡Esto sí que es nieve! —exclamó Charlie Manx al volante.

Bing había pasado de la modorra a un estado de completa alerta en un momento, como si la consciencia fuera un interruptor y alguien lo hubiera pulsado. La sangre parecía agolpársele en el corazón. No habría estado más asombrado si se hubiera despertado y encontrado una granada en su regazo.

La mitad del cielo estaba asfixiada por nubes. Pero la otra mitad estaba bien espolvoreada de estrellas, y la luna flotaba entre ellas, aquella luna con nariz de gancho y boca ancha y sonriente. Miraba la carretera con una esquirla de ojo que asomaba desde debajo de un párpado entrecerrado.

Abetos deformes flanqueaban la carretera y Bing tuvo que mirarlos dos veces para darse cuenta de que no eran árboles, sino gominolas.

—Christmasland —murmuró.
—No —dijo Manx—. Todavía estamos muy lejos. Nos quedan por lo menos veinte horas de coche. Pero está ahí, al oeste. Y, una vez al año, Bing, llevo a alguien.
—¿A mí? —preguntó Bing con voz temblorosa.
—No, Bing —dijo Charlie con suavidad—. Este año no. Todos los niños son bien recibidos en Christmasland, pero con las personas mayores es distinto. Primero tienes que demostrar que te lo mereces. Tienes que demostrar tu amor por los niños y comprometerte a cuidar de ellos y servir a Christmasland.

Pasaron junto a un muñeco de nieve, que levantó un brazo hecho con un palito y saludó. Bing levantó despacio una mano y le devolvió el saludo.

—¿Cómo? —susurró.
—Tienes que ayudarme a salvar a diez niños, Bing. Tienes que salvarlos de los monstruos.
—¿Monstruos? ¿Qué monstruos?
—Sus padres —dijo Manx solemne.

Bing separó la cara del frío cristal del asiento del pasajero y se volvió a mirar a Manx. Al cerrar los ojos un segundo antes, el sol brillaba en el cielo y el señor Manx llevaba una camisa blanca sencilla y tirantes. Ahora sin embargo vestía un abrigo con faldones y una gorra oscura con visera de cuero negro. El abrigo tenía dos hileras de botones dorados y recordaba a la casaca de un oficial de un país extranjero, el teniente de una guardia real. Cuando Bing bajó la vista para mirarse, vio que también él llevaba ropas nuevas. El uniforme almidonado de la marina de su padre y botas negras y lustrosas.

—¿Estoy soñando? —preguntó.
—Te lo he dicho —dijo Manx—. La carretera a Christmasland está asfaltada de sueños. Este coche tiene la capacidad de abandonar el mundo de cada día e internarse en los caminos secretos del pensamiento. Dormir no es más que la rampa de salida. Cuando un pasajero se queda traspuesto, el Espectro se sale de la carretera en la que esté y coge la autovía de San Nicolás. Estamos compartiendo este sueño. Es tu sueño, Bing, pero conduzco yo. Ven, quiero enseñarte algo.

Mientras hablaba el coche se había ido deteniendo y acercándose a un lado de la carretera. La nieve crujía bajo las ruedas. Los faros iluminaron una silueta un poco más adelante, en la oscuridad. De lejos parecía una mujer con un vestido blanco. Estaba muy quieta y no parecía ver los faros del Espectro. Manx se inclinó y abrió la guantera situada sobre las rodillas de Bing. Dentro había el desorden habitual de documentos y mapas. 

Bing también vio una linterna con un asa cromada y larga. Un frasco de medicamentos naranja se cayó de la guantera y Bing lo cogió con una sola mano. Decía HANSOM, DEWEY –VALIUM 50 MG. 

Manx cogió la linterna, se enderezó y abrió un resquicio de puerta.

—Desde aquí tenemos que ir andando.

Bing levantó el frasco.

—Esto… ¿me ha dado algo para dormirme, señor Manx?

Manx le guiñó un ojo.

—No me lo tengas en cuenta, Bing. Sabía que querrías llegar cuanto antes a la carretera de Christmasland y que no la verías hasta que no estuvieras dormido. Espero que no te hayas enfadado.
—Supongo que no —contestó Bing, y se encogió de hombros. Miró de nuevo el frasco—. ¿Quién es Dewey Hansom?
—Eras tú, Bing. Fue mi antes-de-Bing, un agente de cine en Los Ángeles especializado en niños actores. Me ayudó a salvar a diez niños y se ganó el derecho a ir a
Christmasland. ¡Ay!, los niños de Christmasland adoraban a Dewey. ¡Se lo comían enterito! ¡Vamos!

Bing abrió su puerta y salió al aire silencioso y gélido. No hacía viento y la nieve caía en copos lentos que le besaban las mejillas. Para ser un hombre mayor (¿Por qué sigo pensando que es mayor?, se preguntó Bing. Si no lo parece), Charles Manx caminaba con agilidad, dando zancadas por el arcén y haciendo rechinar las botas al contacto con el asfalto. Bing corrió detrás de él abrazándose a sí mismo para no tiritar bajo el delgado uniforme.
No era una mujer con un vestido blanco, sino dos, las que flanqueaban una verja de hierro negra. Eran idénticas: damas esculpidas a partir de un mármol vidrioso. Ambas estaban inclinadas hacia delante con los brazos extendidos y sus vestidos vaporosos color hueso ondeaban a su espalda, desplegados como alas de ángel. Su belleza era serena, con los labios carnosos y la mirada ciega de las estatuas clásicas. Tenían los labios entreabiertos, de forma que parecían estar sofocando un grito y una mueca que sugería que estaban a punto de reír… o de llorar de dolor. Su escultor las había moldeado de manera que los pechos parecieran apenas contenidos por la tela de sus vestidos.

Manx cruzó la verja negra entre las dos damas. Bing vaciló, levantó la mano derecha y tocó uno de aquellos pechos suaves y fríos. Siempre había querido tocar un pecho que tuviera ese aspecto, un pecho firme y lleno, un pecho maternal.

La sonrisa de la dama de piedra se hizo más ancha y Bing retrocedió de un salto, mientras un grito le subía por la garganta.

—¡Venga, Bing! Hay que ponerse a trabajar. ¡No vas vestido para este frío! —gritó Manx.

Bing se disponía a dar un paso al frente cuando se detuvo a mirar el arco que coronaba la verja de hierro abierta.

CEMENTERIO DE LO QUE PODRÍA SER

Tan desconcertante declaración hizo fruncir el ceño a Bing, pero entonces el señor Manx le llamó de nuevo y apretó el paso.

Cuatro escalones de piedra ligeramente espolvoreados de nieve descendían hasta una superficie plana de hielo negro. El hielo estaba manchado por la nieve recién caída, pero esta no era espesa y bastaba una patada con la bota para dejarlo al descubierto. Bing no había dado más que dos pasos cuando vio una forma indefinida atrapada en el hielo, a pocos centímetros de la superficie. A primera vista parecía un plato llano.

Bing se agachó y miró a través del hielo. Manx, que iba solo unos pasos por delante, se volvió y proyectó su linterna hacia donde estaba mirando Bing.

El haz de la linterna iluminó una cara infantil atrapada en el hielo, el rostro de una niña con pecas en las mejillas y coletas en el pelo. Al verla Bing gritó y dio un paso atrás, tambaleándose.

Estaba tan pálida como las estatuas de mármol que guardaban la entrada al Cementerio de lo que Podría Ser, pero era de carne y no de piedra. Tenía la boca abierta en un grito silencioso y de los labios le salían unas pocas burbujas congeladas. Tenía las manos levantadas, como hacia Bing. En una llevaba una cuerda roja enrollada, que Bing identificó como una comba.

—¡Es una niña! —exclamó—. ¡Hay una niña muerta en el hielo!
—No está muerta, Bing —dijo Manx—. Todavía no. Y quizá no muera hasta dentro de muchos años.

Apartó la linterna y enfocó una cruz de piedra blanca que sobresalía del hielo.

LILY CARTER
15 Fox Road
Sharpsville, PA
1980-¿?
Por su madre al pecado empujada,
¡lástima de infancia truncada!
¡Ay, si una segunda vida hubiera tenido,
en Christmasland podría haberla vivido!

Manx iluminó lo que Bing ahora identificó como un lago helado en el que había hileras de cruces, un cementerio del tamaño del de Arlington. La nieve bailaba alrededor de las lápidas, de los pedestales, del vacío. A la luz de la luna los copos de nieve parecían virutas de plata.

Bing miró de nuevo a la niña a sus pies. Esta le devolvió la mirada a través del hielo turbio… y parpadeó.

Bing gritó de nuevo y se alejó dando traspiés. La parte posterior de sus piernas chocó con otra cruz y le hizo dar media vuelta, antes de perder el equilibrio y caer a cuatro patas.
Escudriñó el hielo opaco. Manx enfocó con la linterna la cara de otro niño, un chico de ojos sensibles y pensativos bajo un flequillo pálido.

WILLIAM DELMAN
42B Mattison Avenue
Absbury Park, NJ
1981-¿?
Billy solo quería reír.
Pero su padre le abandonó
y su madre decidió huir.
Drogas, cuchillos, dolor padeció
¡ay, de haber tenido a quien recurrir!

Bing intentó ponerse de pie, hizo una pequeña pirueta y se cayó otra vez, un poco hacia la izquierda. El haz de la linterna de Manx reveló otra cara, la de una niña asiática agarrada a un oso de peluche con chaqueta de tweed.

SARAH CHO
1983-¿?
39 Fifth Street
Bangor, ME
Sarah está predestinada.
¡A los trece morirá ahorcada!
Y en cambio, ¡qué felicidad
si se marchara con Charles Manx!

Bing dejó escapar un graznido de terror. La niña, Sarah Cho, le miraba con la boca abierta en un grito silencioso. Había sido enterrada en el hielo con una cuerda de tender alrededor del cuello.

Manx lo cogió por un codo y lo ayudó a levantarse.

—Siento que hayas tenido que ver todo esto, Bing —dijo—. Me gustaría habértelo ahorrado. Pero necesitabas entender las razones por las que hago mi trabajo. Vamos al coche. Tengo un termo con cacao.

Ayudó a Bing a cruzar el hielo sujetándole fuerte del brazo para evitar que se cayera otra vez.

Se separaron delante del coche y Manx se dirigió hacia la puerta del conductor, pero Bing vaciló un instante, reparando por primera vez en el adorno del capó, la figura cromada de una señora sonriente con los brazos desplegados de manera que el vestido le ondeaba como si fueran unas alas. La reconoció al momento, era idéntica a los ángeles guardianes que custodiaban la entrada al cementerio.

Ya dentro del coche Manx buscó debajo de su asiento y sacó un termo plateado. Le quitó la tapa, la llenó de chocolate caliente y se la pasó a Bing. Este la cogió con las dos manos y se puso a sorber el líquido dulce y ardiente, mientras Manx giraba el coche y le alejaba del Cementerio de lo que Podría Ser. Volvieron por donde habían venido.

—Hábleme de Christmasland —dijo Bing con voz temblorosa.
—Es el mejor sitio que existe —dijo Manx—. Con permiso del señor Walt Disney, Christmasland es, de verdad, el lugar más feliz del mundo. Aunque, visto por otro lado, supongo que se podría decir que es el lugar más feliz de fuera de este mundo. En Christmasland todos los días son Navidad y los niños no conocen la infelicidad. No, los niños allí ni siquiera entienden el concepto de infelicidad. Solo hay diversión. Es como estar en el cielo, ¡solo que no están muertos! Viven eternamente, no dejan de ser niños y nunca tienen que luchar, sudar y humillarse como nosotros, los pobres adultos. Descubrí este lugar de verdadero ensueño hace muchos años y las primeras en vivir allí fueron mis propias hijas, que se salvaron así antes de ser destrozadas por la mujer lamentable y furiosa en que se convirtió su madre en sus últimos años.

»Es, de verdad, un sitio en el que lo imposible ocurre todos los días. Pero es un lugar para niños, no para adultos. Solo unas pocas personas mayores tienen permiso para vivir allí. Aquellas que han demostrado devoción a la causa. Solo aquellos que están dispuestos a sacrificarlo todo por el bienestar y la felicidad de los pequeñines. Gente como tú, Bing.

»Desearía de todo corazón que todos los niños del mundo pudieran llegar a Christmasland, donde conocerían una seguridad y una felicidad sin igual. ¡Eso sería una auténtica maravilla! Pero pocos adultos estarían dispuestos a consentir que sus hijos se marcharan con un hombre al que no conocen y a un sitio que no se puede visitar sin más. ¡Si hasta me tomarían por un despreciable secuestrador y un asaltacunas! Así que traigo solo uno o dos al año y siempre son niños que he visto en el Cementerio de lo que Podría Ser, niños buenos expuestos a sufrir a manos de sus padres. En tanto hombre que ha sufrido terriblemente de niño, ¡estoy convencido de saber lo importante que es ayudarles! El cementerio me muestra a los niños que, si yo no hago nada por impedirlo, se quedarán sin infancia por culpa de sus padres y madres. Les pegarán con cadenas, les darán comida para gatos, los venderán a pervertidos. Sus almas se convertirán en hielo y se volverán personas frías, sin sentimientos, que a su vez destruirán a otros niños. ¡Nosotros somos su única oportunidad, Bing! En los años que llevo de guardián de Christmasland he salvado a unos setenta niños y es mi más ferviente deseo salvar cien más antes de dar por concluida mi misión.

El coche circulaba a gran velocidad por la oscuridad fría y cavernosa. Bing movió los labios contando para sí.

—Setenta —murmuró—. Creía que rescataba usted un niño al año. Dos como máximo.
—Sí —dijo Manx—. Eso es.
—Pero entonces… ¿cuántos años tiene? —preguntó Bing.

Manx le sonrió de reojo dejando ver una boca llena de dientes marrones y afilados.

—Mi trabajo me mantiene joven. Termínate el cacao, Bing.

Bing dio un último sorbo caliente y azucarado y agitó lo que quedaba. Había un residuo amarillo lechoso en el fondo de la taza. Se preguntó si acaba de tragarse algo más del armario de las medicinas de Dewey Hansom, un nombre que sonaba a chiste o a personaje de un trabalenguas. Dewey Hanson, el ayudante de Manx antes-de-Bing, que había salvado a diez niños y ganado así su recompensa eterna en Christmasland. Si Charlie Manx había salvado a setenta, entonces ¿cuántos antes-de-Bing habría? ¿Siete? Qué suertudos.

Oyó un ruido, el estrépito, repiqueteo y gemido de un gran camión pesado que se acercaba por detrás. Se volvió para mirar mientras el ruido aumentaba a cada segundo, pero no vio nada.

—¿Oye eso? —preguntó sin ser consciente de que la taza vacía del termo se le había escurrido de sus manos repentinamente temblorosas—. ¿Oye cómo se acerca algo?
—Debe de ser la mañana —dijo Manx—. Está a punto de alcanzarnos. ¡No mires ahora, Bing, aquí llega!

El rugido del camión creció y creció y de repente los estaba adelantando por la izquierda de Bing. Este miró hacia la noche y vio el lateral de un enorme camión bastante cerca, a menos de un metro de distancia. Tenía un dibujo de un sol brillante y sonriente que salía de detrás de unas colinas. Los rayos del sol naciente iluminaban unas letras de medio metro de altura: EMPRESA DE REPARTOS AMANECER.


Durante un instante el camión oscureció la tierra y el cielo, y EMPRESA DE REPARTOS AMANECER llenó todo el campo visual de Bing. Después siguió traqueteante su camino, dejando una estela de polvo a su paso y entonces un cielo de mañana casi dolorosamente azul, sin nubes, sin límite, deslumbró a Bing, que parpadeó y vio

El traje del muerto

De Joe Hill



Primera Parte



Capítulo 6

(Fragmento)





Uno de los perros estaba en la casa. Jude despertó poco después de las tres de la mañana, al escuchar los ruidos que hacía el animal caminando por el pasillo, además de un crujido y un ligero silbido. Era como si alguien se moviese por allí, inquieto. Sonó un suave golpe en la pared.



Los había dejado en sus casetas poco antes del anochecer. Lo recordaba con toda claridad, pero, al despertarse, no se preocupó por eso. Uno de los perros había entrado de alguna en la casa, eso era todo.



Jude permaneció sentado un instante, todavía atontado y confuso por el sueño. Un rayo de luz de luna caía sobre Georgia, dormida boca abajo a su izquierda. Dormida, con el rostro relajado y libre de todo maquillaje, tenía un aspecto casi infantil. Sintió una ternura repentina por ella. Y, sorprendentemente, también una cierta vergüenza, incomodidad por encontrarse en la cama con aquella criatura.



—¿Angus? —susurró—. ¿Bon?



Georgia no le oyó llamar a los perros. No se movió. Ahora no se escuchaba nada en el pasillo. Se deslizó fuera de la cama. La humedad y el frío le pillaron desprevenido. Había sido el día más frío en varios meses, la primera auténtica jornada de fresco otoñal. El aire se había enfriado a su alrededor, lo cual quería decir que fuera la temperatura sería aún menor. Tal vez ésa era la razón por la que los perros estaban en la casa. Quizá habían excavado por debajo de la pared de la caseta y habían conseguido entrar de alguna manera, desesperados, en busca de un lugar más caliente. Pero eso no tenía sentido.



Disponían de casetas con una parte al aire libre y otra interior caldeada, es decir, que podían entrar en el recinto climatizado cuando sintieran frío. Pensó dirigirse hacia la puerta para espiar el pasillo, luego vaciló, fue a la ventana y corrió la cortina para mirar fuera.



Los perros estaban en la parte descubierta de la caseta. Los dos permanecían allí, contra la pared del recinto. Angus iba de un lado a otro sobre la paja, con su cuerpo largo y lustroso. Se deslizaba de lado, con movimientos nerviosos. Bon estaba sentada en un rincón, con aire inquietante. Tenía la cabeza levantada y la mirada fija en la ventana de Jude, o en él. En la oscuridad, sus ojos reflejaban una luz verde, brillante y poco natural.



Estaba demasiado quieta, demasiado fija, como si fuera la estatua de un perro y no un animal de verdad.



Era impresionante mirar por la ventana y descubrirla mirándolo de aquella manera, directamente a él, como si llevara observando el vidrio quién sabe cuánto tiempo a la espera de que él apareciese. Pero eso no era tan preocupante como saber que había algo más en la casa, moviéndose, chocando contra los muebles y las paredes del pasillo.



Jude echó un vistazo a los paneles de control situados junto a la puerta del dormitorio. La casa estaba controlada por una red tecnológica de seguridad, dentro y fuera. Había detectores de movimientos en todos los sitios. Los perros no eran lo suficientemente grandes como para activarlos, pero un hombre adulto tropezaría inevitablemente con ellos, y los paneles alertarían del movimiento en cualquier lugar de la casa.



El monitor, sin embargo, mostraba una constante luz verde indicadora de que había normalidad, y sólo decía: «Sistema preparado». Jude se preguntó si el chip era lo bastante inteligente como para apreciar la diferencia entre un perro y un loco desnudo moviéndose a cuatro patas con un cuchillo entre los dientes.



El cantante tenía un arma de fuego, pero estaba en su estudio de grabación privado, en la caja fuerte. Buscó la guitarra Dobro, que estaba contra la pared. Jude no era de los que hacían añicos los instrumentos para llamar la atención. Fue su padre, y no él, quien destrozó su primera guitarra, en un temprano intento de librar al joven de sus ambiciones musicales. Jude no había sido capaz de emular ese acto, ni siquiera en escena, como parte del espectáculo, cuando ya podía permitirse comprar todas las guitarras que quisiera. De todas maneras, estaba completamente dispuesto a usar una como arma para defenderse.



En cierto sentido, tenía la impresión de que siempre las había usado como armas.



Oyó que una tabla del suelo crujía en el pasillo, luego otra, y después sonó un suspiro, o mejor dicho un resuello, la respiración de alguien que se detiene. Su sangre se aceleró. Abrió la puerta.



Pero el pasillo estaba vacío. Jude atravesó los largos rectángulos de luz helada que llegaban a través de los tragaluces. Se detuvo ante cada puerta cerrada, escuchó, y luego miró dentro. Una manta arrojada sobre una silla le pareció, por un momento, un enano deforme que lo miraba. En otra habitación encontró detrás de la puerta una figura alta y demacrada, de pie. El corazón saltó en su pecho, y casi golpeó la silueta con la guitarra.



Luego se dio cuenta de que no era más que un perchero, y soltó con fuerza el aire contenido en sus pulmones.



Al llegar junto a su despacho, al final del pasillo, pensó en coger el arma de fuego, pero enseguida decidió que no lo haría. No quería llevarla consigo, no porque tuviera miedo de usarla, sino porque no tenía suficiente miedo para hacerlo. Estaba tan tenso que podría reaccionar ante cualquier movimiento repentino que percibiera en la oscuridad apretando el gatillo, haciéndole un agujero a Danny Wooten, el joven representante, o al ama de llaves. No había razón para que ninguno de ellos paseara por la casa a esas horas, pero nada era imposible. Regresó al pasillo y bajó las escaleras.



Registró la planta baja y sólo encontró oscuridad y silencio, lo cual, en condiciones normales, tendría que haberle tranquilizado; pero no fue así. Reinaba una quietud rara, una especie de vacío, como el asombro que sigue a una explosión repentina. Los tímpanos le latían por la presión de aquella angustiosa tranquilidad, aquel pesado silencio.



No podía relajarse, pero al final de las escaleras fingió hacerlo, en una farsa que representó para sí mismo. Apoyó la guitarra contra la pared y suspiró ruidosamente. «¿Qué diablos estás haciendo?», se dijo. Estaba tan tenso que el sonido de su propia voz le turbó, le provocó un estremecimiento frío, picante, que le subió por los brazos. No recordaba haber hablado solo ni una vez en su vida.



Subió las escaleras y deshizo el camino por el pasillo, hacia el dormitorio. Su mirada se dirigió hacia el anciano que estaba sentado en una antigua silla colonial pegada a la pared. En cuanto lo vio, el pulso le latió alarmado, y apartó la mirada para fijarla en la puerta de su dormitorio, de modo que sólo distinguía al viejo de reojo, en el borde de su campo de visión. En los momentos que siguieron, Jude sintió que era cuestión de vida o muerte no establecer contacto visual con el anciano, que no debía dar señal alguna de que lo había visto. No lo había visto, se dijo Jude. No había nadie allí.



La cabeza del intruso estaba inclinada. Se había quitado el sombrero, que reposaba en sus rodillas. El pelo, corto y tieso, tenía el brillo de la escarcha recién caída. Los botones de su abrigo brillaban en la oscuridad, iluminados por la luz de la luna.



Jude reconoció el traje de inmediato. Lo había visto por última vez doblado en la caja negra con forma de corazón que había ido a parar a la parte de atrás de su armario ropero. Los ojos del anciano estaban cerrados.



.El corazón le latió con más fuerza todavía. Le resultaba difícil respirar, y continuó avanzando hacia la puerta del dormitorio, que estaba en el extremo del pasillo. Al pasar junto a la silla colonial pegada a la pared, a la izquierda, su pierna rozó la rodilla del anciano, y el fantasma levantó la cabeza. Pero en ese momento Jude ya había pasado de largo y estaba casi en la puerta. Evitó correr. No importaba que el anciano le mirara la espalda, lo importante era que no tuvieran contacto visual el uno con el otro. Además, no había ningún anciano.



Entró en el dormitorio y cerró la puerta con un leve ruido. Se fue directamente a la cama y se metió en ella. De inmediato, comenzó a temblar. Una parte de él quería rodar hacia Georgia y aferrarse a ella, dejar que el cuerpo de la joven le diera calor y apartara el frío; pero se quedó en su lado de la cama para no despertarla. Fijó la mirada en el techo.



Georgia estaba inquieta y gimió, molesta, sin despertarse.

 
 
 
Imagen tomada de eltrajedelmuerto.blogspot.com