No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

AVISO: No hay libros digitales para descargar en este blog para evitar problemas legales. Si necesitas algún texto completo publicado, pídelo en los comentarios y me pondré en contacto lo más pronto posible.
Mostrando las entradas con la etiqueta Luis González de Alba. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Luis González de Alba. Mostrar todas las entradas

Los días y los años

De Luis González de Alba


Cuando llegamos ya había empezado el mitin. Después de estacionar el auto que no cabía en ninguna
La Plaza de las Tres Culturas es una explanada situada en alto, se sube a ella por varias escalinatas,
Pasamos entre un grupo de niños que jugaba sin prestar atención a los discursos. Algunos vendedores se abrían paso entre la multitud. Al fondo de la plaza se veía entrar a nuevos contingentes que desenrollaban
María Elena y yo subimos a la tribuna. En el tercer piso un muchacho delgado guardaba el acceso tras un cordel colocado entre las dos paredes al nivel de la cintura, el cordel indicaba que el paso estaba prohibido.
parte porque era muy ancho, nos acercamos al edificio Chihuahua por la parte de atrás pues de frente no era posible atravesar la plaza cubierta de gente.y, por un costado, está cortada a pico para dejar al descubierto las ruinas prehispánicas recientemente restauradas. Sobre las ruinas fue construida en el siglo XVI, una pequeña iglesia: Santiago de Tlatelolco.sus mantas y elevaban los carteles, las porras con que anunciaban su entrada eran acalladas por siseos de los que estaban atentos al mitin.

—Soy del Consejo.
—Pero tengo órdenes de que nadie…
—¡Oh!, te digo que soy del Consejo, yo fui quien te puso a vigilar el paso.

Levanté el cordel y pasé junto con María Elena. La plaza se veía impresionante desde lo alto. De lado
a lado, y hasta la base misma del Chihuahua, una gran multitud agitaba carteles y mantas, respondía a las interrogaciones del orador, aplaudía. Se notaban particularmente las gorras azules de los ferrocarrileros y sus mantas con el número de las secciones sindicales presentes, también podían verse mantas de electricistas y otros sindicatos. Los “charros” van a tener mucho trabajo este año, pensé, es en las organizaciones populares controladas por el gobierno donde el movimiento ha causado mayor impacto; en seguida caí en la cuenta de que el aspecto del mitin era muy distinto al de los anteriores: a simple vista podía observar que no era, de ninguna forma, un mitin estudiantil; no sólo por la gran cantidad de mantas y carteles que así lo demostraban, sino por el aspecto mismo de la gente; era un mitin de personas atentas, vestidas con ropa en la que predominaba el azul-gris, el café oscuro; faltaba la bulliciosa ingenuidad de un mitin universitario, el colorido de los suéteres y camisas sport, las mallas , las minifaldas de dibujo escocés, las barbas estrafalarias y las cabelleras largas. La mayor parte de los asistentes estaban concentrados, atentos y respondían a los oradores con un rugido unánime que terminaba pronto en aquellos rostros concentrados. “Mi mujer está embarazada, pero aquí estoy yo con todos mis hijos”: la manta se desplegaba exactamente en el centro de las primeras filas. A la izquierda, cerca del borde donde la plaza cae a pico dos o tres metros para que asomen las ruinas, y encaramados sobre las ruinas mismas, podían verse grandes contingentes estudiantiles, suéteres atados sobre los hombros o la cintura, faldas cortas y algunas minis.

—De Alba— me llamó uno de los delegados en voz baja—; acabo de llegar y me crucé en el camino
con varios transportes del ejército, debemos irnos, pide que se suspenda el mitin.

Naturalmente, el mitin no podía suspenderse porque, en una ciudad patrullada día y noche por el ejér

—¿Qué pasa?— pregunté al escuchar las últimas palabras.
cito (aunque nunca se había decretado el estado de sitio), un muchacho se encontrara algunos transportes del ejército que traían el rumbo de Tlatelolco; seguramente ya estaría rodeada la Unidad, o por lo menos era de suponerse; pero lo mismo sucedía en cada acto del CNH y no suspendía por tal motivo. Me acerqué a un grupo que conversaba cerca de los elevadores para comentarles la noticia que me habían dado.
—Que hay muchos “pelones” distribuidos entre la gente. Además, parece que están concentrados alrededor del edificio.

Comenté lo de los transportes y me alejé de los compañeros. ¿Qué se podía hacer? Nada. Ninguno de los informes era lo suficientemente preciso para suspender el mitin. Seguro era cierto que el ejército se acercaba y lo más probable era que ya estuviera rodeada toda la zona, pero no era razón para suspen
A mi espalda cerraron la puerta de metal, negra. De pie, en medio de una celda pequeñísima, escuché ruido de llaves con la cerradura y el paso rítmico de las botas que se alejaban por el pasillo. Había una
Una parte de la colchoneta la doblé para que me sirviera de almohada. Los enormes zapatos que traía los llené con periódicos y en seguida sentí alivio en los pies helados.
Las botas del pelotón pasaron frente a la puerta negra y se detuvieron en una celda cercana, los tacones de las botas se juntaron con un solo golpe y escuché las palmas consecutivas sobre las culatas de los rifles que cambiaban de posición para apuntar hacia la celda abierta, hubo un breve silencio, después un ruido de llaves, palmas golpeando las culatas para echar los rifles al hombro y el paso rítmico del pelotón que se aleja por el pasillo.
Sentado a horcajadas en el banco central del camión cubierto con una pesada lona verde, vi por el hueco que la lona dejaba al centro que habíamos tomado por una avenida cubierta de árboles y profusamente iluminada. Posiblemente Reforma, pensé; luego dimos vuelta a la derecha y entramos al Periférico; sí, nos llevaban al Campo Militar número 1. De espaldas a mí iba un muchacho de playera amarilla, al de atrás no podía verlo porque nos habían prohibido voltear. Los dos bancos laterales estaban
der el mitin ya que lo mismo había ocurrido en todos los actos públicos citados por el CNH; la primera manifestación dio vuelta para regresar a la Ciudad Universitaria a una cuadra del sitio donde la avenida Insurgentes estaba cerrada con tanques y ametralladoras; no íbamos a provocar un tumulto haciendo un anuncio irresponsable. Si había pelones vestidos de civil entre la gente no necesariamente eran militares, muchas personas usan corto el pelo, Raúl por ejemplo, y el delirio de persecución en algunos compañeros los hacía ver policías y militares en cualquier persona que esperara un camión en una esquina o en un novio plantado. Y aun en el caso de que fueran militares, un anuncio de ese tipo, hecho por el Consejo ante diez mil personas podría desencadenar reacciones de toda especie difíciles de controlar. Lo único factible era anunciar que la manifestación al Casco de Santo Tomás se había suspendido y que se estaba en vías de establecer el diálogo público con el gobierno, apresurar el mitin una vez dicho lo anterior y salir. Así se hizo. Eran las cinco y media.litera de metal cubierta por una colchoneta delgada de color verdoso, no se veía ninguna manta y estaba temblando de frío: cuando me sacaron del grupo de los periodistas para ponerme entre los “especiales”, me volvieron a quitar la camisa estrecha y corta que momentos antes me habían proporcionado. Un anaquel, también verde, ocupaba el resto del espacio entre la litera y el muro; sólo quedaba un metro cuadrado frente a la puerta negra. Me tiré en la litera. La celda estaba fuertemente iluminada por un foco en el centro, una reja de metal protegía el foco. Es para que no pueda uno aflojarlo, pensé cuando pasaron varias horas y la luz seguía encendida; busqué el apagador por todas partes, moví el anaquel, pero no pude hallarlo. Hasta que empezó a amanecer estuve tratando de dormir, pero el frío me lo impedía. Bajo la colchoneta encontré algunos periódicos viejos y unos “monitos”, abrí varias hojas de periódico y me tendí boca arriba, luego pasé los extremos bajo mis brazos y esperé a que se calentara un poco el papel, pero con cada movimiento que hacía entraba aire frío y salía el tibio.ocupados por soldados que nos vigilaban y en el del centro íbamos los detenidos. Cuando yo sospechaba que el camión estaba casi completo oí que en la parte de atrás alguien decía: ¡No me pises, sardo hijo de la ching! Un golpe seco y un quejido con la boca cerrada. Era admirable, pensé; yo no lo hubiera dicho porque en esas circunstancias ¿qué importa un muerto más? ¡Ya les quitaremos lo valientes, estudiantitos hijos de la chingada! ¡Verán lo que les espera! Un soldado a mi izquierda comentó que habíamos matado al general Hernández Toledo. ¡Así que lo mataron!, pensé; y por primera vez en esa noche sentí una gran alegría. Me imaginaba que Hernández Toledo sólo se dedicaba a perfeccionar la técnica militar para ocupar universidades, pues ya en el régimen de Díaz Ordaz se ha hecho imprescindible su presencia cuandose realizan esas gestas heroicas que tanto lustre le han dado a las armas nacionales y a todo el régimen; pero ahora me enteraba de que también había dirigido la campaña contra el mitin. Después resultó que únicamente había sido herido y que toda la campaña militar la había dirigido el jefe policiaco Mendiolea Cerecero. La forma en que pudo resultar herido el general Hernández Toledo cuando se encontraba en las cercanías de Relaciones Exteriores, es decir lejos de la plaza y del edificio Chihuahua, aún es un misterio celosamente guardado por el gobierno.
A mi derecha, un poco adelante del lugar que yo ocupaba, un soldado me observaba atentamente, casi no hablaba con los demás aunque de continuo le hacían bromas pesadas. Cuando yo le sostenía la mirada él la desviaba, aunque lo frecuente en todos los soldados era que se indignaran cuando los veíamos y respondieran con órdenes de ver al frente y culatazos.
En el interior del campo nos formaron al bajar del camión y tomaron los nombres. Toda la noche ha
bía llovido; los militares, con impermeables, examinaban a los detenidos, algunos de éstos eran reconocidos por un sargento. Mientras se aproximaban a mí, yo repasaba: soy periodista peruano, me llamo Óscar Iracheta, perdí mi pasaporte cuando estuve tirado sobre el piso, otros papeles y un reloj me los quitó un agente. Pero ahora tendrán tiempo de investigar en la Embajada, en unas cuantas horas comprobarán que no hay pasaporte a ese nombre; puedo hacer el intento y no se pierde nada, en Tlatelolco hubiera resultado de no ser por el agente de Filosofía, tal vez no investiguen.

—¿Nombre?... ¡Nombre!
—Luis González de Alba.
Así era mejor, lo del periodista ya no resultó.

Cuando ya se veía un listón de sol en lo alto de las murallas, apagaron la luz y me dormí unos minutos. Al despertar ya era de día. La celda tenía en un extremo la puerta que daba al pasillo y en el otro una ventana con no más de treinta centímetros de ancho, atravesada a lo largo por dos gruesos barrotes y cubierta por un vidrio sucio que se abría por abajo. Parado sobre la litera podía ver una franja de pasto, dos o tres metros de alfalfa y la muralla con puestos de vigilancia. A la derecha, la muralla formaba una esquina donde habían sembrado maíz; unos pájaros negros y grandes, tal vez cuervos, se posaban sobre las cañas secas. Me acosté con la cabeza hacia la puerta, vi el cielo recortado en la ventana y me acordé de Wilde: “Ese cuadrito azul que es el cielo de los presos”; por primera vez en mucho tiempo, lloré. Después

(Tomado de Luis González de Alba, Los días y los años, México, ERA, 1970)
me acosté, siempre con los pies hacia la puerta.