No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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La fiesta de las balas

De Martín Luis Guzmán

Atento a cuanto se decía de Villa y el villismo, y a cuanto veía a mi alrededor, a menudo me preguntaba en Ciudad Juárez qué hazañas serían las que pintaban más a fondo a la División del Norte: si las que se suponían estrictamente históricas, o las que se calificaban de legendarias; si las que se contaban como algo visto dentro de la más escueta exactitud, o las que traían ya, con el toque de la exaltación poética, la revelación tangible de las esencias. Y siempre eran las proezas de este segundo orden las que se me antojaban más verídicas, las que, a mis ojos, eran más dignas de hacer Historia.

Porque ¿dónde hallar, pongo por caso, mejor pintura de Rodolfo Fierro —y Fierro y el villismo eran espejos contrapuestos, modos de ser que se reflejaban infinitamente uno en otro— que en el relato que ponía a aquél ante mis ojos, después de una de las últimas batallas, entregado a consumar, con fantasía tan cruel como creadora de escenas de muerte, las terribles órdenes de su jefe? Verlo así era como sentir en el alma el roce de una tremenda realidad y conservar después la huella de eso para siempre.

Aquella batalla, fecunda en todo, había terminado dejando en manos de Villa no menos de quinientos prisioneros. Villa mandó separarlos en dos grupos: de una parte, los voluntarios orozquistas a quienes llamaban “colorados”; de la otra, los federales. Y como se sentía ya bastante fuerte para actos de grandeza, resolvió hacer un escarmiento con los prisioneros del primer grupo, mientras se mostraba generoso con los del segundo. A los “colorados” se les pasaría por las armas antes de que oscureciera; a los federales se les daría a elegir entre unirse a las tropas revolucionarias o bien irse a su casa mediante la promesa de no volver a hacer armas contra la causa constitucionalista.

Fierro, como era de esperar, fue el encargado de la ejecución, a la cual dedicó, desde luego, la eficaz diligencia que tan buen camino le auguraba ya en el ánimo de Villa, o de su “jefe”, según él decía.

Declinaba la tarde. La gente revolucionaria, tras de levantar el campo, iba reconcentrándose lentamente en torno del humilde pueblecito que había sido objeto de la acción. Frío y tenaz, el viento de la llanura chihuahuense empezaba a despegar del suelo y apretaba los grupos de jinetes y de infantes: unos y otros se acogían al socaire de las casas. Pero Fierro —a quien nunca detuvo nada ni nadie— no iba a rehuir un airecillo fresco que a lo sumo barruntaba la helada de la noche. Cabalgó en su caballo de anca corta, contra cuyo pelo oscuro, sucio por el polvo de la batalla, rozaba el borde del sarape gris. Iba al paso. El viento le daba de lleno en la cara, mas él no trataba de evitarlo clavando la barbilla en el pecho ni levantando los pliegues del embozo. Llevaba enhiesta la cabeza, arrogante el busto, bien puestos los pies en los estribos y elegantemente dobladas las piernas entre los arreos de campaña sujetos a los tientos de la montura. Nadie lo veía, salvo la desolación del llano y uno que otro soldado que pasaba a distancia. Pero él, acaso inconscientemente, arrendaba de modo que el animal hiciera piernas como para lucirse en un paseo. Fierro estaba contento: lo embargaba el placer de la victoria —de la victoria, en que nunca creía hasta no consumarse la derrota completa del enemigo—, y su alegría interior le afloraba en sensaciones físicas que tornaban grato el hostigo del viento y el andar del caballo después de quince horas de no apearse. Sentía como caricia la luz del sol —sol un tanto desvaído, sol prematuramente envuelto en fulgores de incendio.

Llegó al corral donde tenía encerrados, como rebaño de reses, a los trescientos prisioneros “colorados” condenados a morir, y se detuvo un instante a mirar por sobre las tablas de la cerca. Por su aspecto, aquellos trescientos huertistas hubieran podido pasar por otros tantos revolucionarios. Eran de la fina raza de Chihuahua: altos los cuerpos, sobrias las carnes, robustos los cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas vigorosas y flexibles. Fierro consideró de una ojeada el pequeño ejército preso, lo apreció en su valor guerrero —y en su valor— y sintió una rara pulsación, un estremecimiento que le bajaba desde el corazón, o desde la frente, hasta el índice de la mano derecha. Sin quererlo, la palma de esa mano fue a posarse en las cachas de la pistola.

“Batalla, ésta”, pensó.

Indiferentes a todo, los soldados de caballería que vigilaban a los prisioneros no se fijaban en él. A ellos no les preocupaba más que la molestia de estar montando una guardia fatigosa —guardia incomprensible después de la excitación del combate—, y que les exigía tener lista la carabina, cuya culata apoyaban en el muslo. De cuando en cuando, si algún prisionero se apartaba del grupo, los soldados apuntaban con aire resuelto y, de ser preciso, hacían fuego. Una onda rizaba entonces el perímetro informe de la masa de los prisioneros, los cuales se replegaban para evitar el tiro. La bala pasaba de largo o derribaba a alguno de ellos.

Fierro avanzó hasta la puerta del corral; gritó a un soldado, que vino a descorrer las trancas, y entró. Sin quitarse el sarape de sobre los hombros echó pie a tierra. El salto le deshizo el embozo. Tenía las piernas entumecidas de cansancio y de frío: las estiró. Se acomodó las dos pistolas. Se puso luego a observar despacio la disposición de los corrales y sus diversas divisiones. Dio varios pasos, sin soltar la rienda, hasta una de las cercas. Pasó la rienda, para dejar sujeto el caballo, por entre la juntura de dos tablas. Sacó de las cantinas de la silla algo que se metió en los bolsillos de la chaqueta, y atravesó el corral a poca distancia de los prisioneros.

Los corrales eran tres, comunicados entre sí por puertas interiores y callejones estrechos. Del ocupado por los prisioneros, Fierro pasó, deslizando el cuerpo entre las trancas de la puerta, al de en medio. En seguida, al otro. Allí se detuvo. Su figura, grande y hermosa, irradiaba un aura extraña, algo superior, prestigioso, y a la vez adecuado al triste abandono del corral. El sarape había venido resbalándose por el cuerpo hasta quedar pendiente apenas de los hombros: los cordoncillos de las puntas arrastraban por el suelo. Su sombrero, gris y ancho de ala, se teñía de rosa al recibir de soslayo la luz poniente del sol. A través de las cercas, los prisioneros lo veían desde lejos, vuelto de espaldas hacia ellos. Sus piernas formaban compás hercúleo y destellaban: el cuero de las mitasas brillaba en la luz de la tarde.

A unos cien metros, por la parte de fuera de los corrales, estaba el jefe de la tropa encargada de los prisioneros. Fierro lo vio y le indicó a señas que se acercara. El oficial cabalgó hasta el punto de la cerca más próxima a Fierro. Éste caminó hacia él. Hablaron. Por momentos, conforme hablaban, Fierro fue señalando diversos puntos del corral donde se encontraba y del corral contiguo. Después describió, moviendo la mano, una serie de evoluciones que repitió el oficial como con ánimo de entenderlo mejor. Fierro insistió dos o tres veces en una maniobra al parecer muy importante, y el oficial, seguro de las órdenes, partió al galope hacia el corral de los prisioneros.

Entonces tornó Fierro al centro del corral, atento otra vez al estudio de la disposición de las cercas y demás detalles. Aquel corral era el más amplio de los tres, y, según parecía, el primero en orden —el primero con relación al pueblo. Tenía, en dos de sus lados, sendas puertas hacia el campo: puertas de trancas más estropeadas —por mayor uso— que las de los corrales posteriores, pero de maderos más fuertes. En otro lado se abría la puerta que daba al corral inmediato. Y el lado último, en fin, no era una simple cerca de tablas, sino tapia de adobes, de no menos de tres metros de altura. La tapia mediría como sesenta metros de largo, de los cuales veinte servían de fondo a un cobertizo o pesebre, cuyo tejado bajaba de la barda y se asentaba, de una parte, en los postes, prolongados, del extremo de una de las cercas que lindaban con el campo, y de la otra, en una pared, también de adobe, que salía perpendicularmente de la tapia y avanzaba cosa de quince metros hacia los medios del corral. De esta suerte, entre el cobertizo y la cerca del corral inmediato venía a quedar un espacio cerrado en dos de sus lados por paredes macizas. En aquel rincón el viento de la tarde amontonaba la basura y hacía sonar con ritmo anárquico, golpeándolo contra el brocal de un pozo, un cubo de hierro. Del brocal del pozo se elevaban dos palos toscos, terminados en horqueta, sobre los cuales se atravesaba un tercero, del que pendía una garrucha con cadena, que sonaba también movida por el viento. En lo más alto de una de las horquetas un pájaro, grande, inmóvil, blanquecino, se confundía con las puntas torcidas del palo seco.

Fierro se hallaba a cincuenta pasos del pozo. Detuvo un segundo la vista sobre la figura quieta del pájaro, y como si la presencia de éste encajara a pelo en sus reflexiones, sin cambiar de expresión, ni de postura, ni de gesto, sacó la pistola lentamente. El cañón del arma, largo y pulido, se transformó en dedo de rosa a la luz poniente del sol. Poco a poco, el gran dedo fue enderezándose hasta señalar en dirección del pájaro. Sonó el disparo —seco y diminuto en la inmensidad de la tarde— y cayó el pájaro al suelo. Fierro volvió la pistola a la funda.

En aquel momento un soldado saltó, escalando la cerca, dentro del corral. Era el asistente de Fierro. Había dado el brinco desde tan alto que necesitó varios segundos para erguirse de nuevo. Al fin lo hizo y caminó hacia donde su amo estaba. Fierro le preguntó sin volver la cara:

—¿Qué hubo con ésos? Si no vienen luego va a faltar tiempo.
—Parece que ya vienen ay —contestó el asistente.
—Entonces, tú ponte ahí de una vez. A ver, ¿qué pistola traes?
—La que usted me dio, mi jefe. La “mitigüeson”.
—Dácala, pues, y toma estas cajas de parque. ¿Cuántos tiros tienes?
—Unas quince docenas con los que he arrejuntado hoy, mi jefe. Otros hallaron hartos, yo no.
—¿Quince docenas?... Te dije el otro día que si seguías vendiendo el parque para emborracharte iba a meterte una bala en la barriga...
—No, mi jefe.
—No mi jefe ¿qué?
—Que me embriago, mi jefe, pero no vendo el parque.
—Pues cuidadito, porque me conoces. Y ahora ponte vivo para que me salga bien esta ancheta. Yo disparo y tú cargas las pistolas. Y oye bien esto que voy a decirte: si por tu culpa se me escapa uno siquiera de los “colorados”, te acuesto con ellos.
—¡Ah, qué mi jefe!
—Como lo oyes.

El asistente extendió su frazada sobre la tierra y vació allí las cajas de cartuchos que Fierro acababa de darle. Luego se puso a extraer, uno a uno, los tiros que traía en las cananas de la cintura. Tan de prisa quería hacerlo que se tardaba más de la cuenta. Estaba nervioso; los dedos se le embrollaban.

—¡Ah, qué mi jefe! —seguía pensando para sí.

Mientras tanto, tras de la cerca que daba al corral inmediato fueron apareciendo
soldados de los de la escolta. Montados a caballo, medio busto les sobresalía del borde de las tablas. Muchos otros se distribuyeron a lo largo de las dos cercas restantes.
Fierro y su asistente eran los únicos que estaban dentro del corral: Fierro, con una pistola en la mano y el sarape caído a los pies; el asistente, en cuclillas, ordenando sobre su frazada las filas de cartuchos.

El jefe de la escolta entró a caballo por la puerta que comunicaba con el corral contiguo, y dijo:

—Ya tengo listos los diez primeros. ¿Te los suelto?

Respondió Fierro:

—Sí; pero antes avísales de lo que se trata; en cuanto asomen por la puerta, yo empezaré a dispararles; los que lleguen a la barda y la salten quedan libres. Si alguno no quiere entrar, tú métele bala.

Volvióse el oficial por donde había venido, y Fierro, pistola en mano, se mantuvo atento, fijos los ojos en el espacio estrecho por donde los prisioneros iban a irrumpir. Se había situado bastante próximo a la cerca divisoria para que, al hacer fuego, las balas no alcanzaran a los “colorados” que todavía estuviesen del lado de allá: quería cumplir lealmente lo prometido. Pero su proximidad a las tablas no era tanta que los prisioneros, así que empezase la ejecución, no descubriesen, en el acto mismo de trasponer la puerta, la pistola que les apuntaría a veinte pasos. A espaldas de Fierro, el sol poniente convertía el cielo en luminaria roja. El viento seguía soplando.

En el corral donde estaban los prisioneros creció el rumor de voces —voces que los silbos del viento destrozaban, voces como de vaqueros que arrearan ganado. Era difícil la maniobra de hacer pasar del corral último al corral de en medio, a los trescientos hombres condenados a morir en masa; el suplicio que los amenazaba hacía encresparse su muchedumbre con sacudidas de organismo histérico. Gritaban los soldados de la escolta, y, de minuto en minuto, los disparos de carabina recogían los gritos en la punta de un latigazo.

De los primeros prisioneros que llegaron al corral intermedio, un grupo de soldados segregó diez. Los soldados no bajaban de veinticinco. Echaban los caballos sobre los presos para obligarlos a andar; les apoyaban contra la carne las bocas de las carabinas.

—¡Traidores! ¡Jijos de la rejija! ¡Ora vamos a ver qué tal corren y brincan! ¡Eche usted p’allá, traidor!

Y así los hicieron avanzar hasta la puerta de cuyo otro lado estaban Fierro y su asistente. Allí la resistencia de los “colorados” se acentuó; pero el golpe de los caballos y el cañón de las carabinas los persuadieron a optar por el otro peligro, por el peligro de Fierro, que no estaba a un dedo de distancia, sino a veinte pasos.

Tan pronto como aparecieron dentro de su visual, Fierro los saludó con extraña frase —frase a un tiempo cariñosa y cruel, de ironía y de esperanza:

—¡Ándeles, hijos: que nomás yo tiro y soy mal tirador!

Ellos brincaban como cabras. El primero intentó abalanzarse sobre Fierro, pero no había dado tres saltos cuando cayó acribillado a tiros por los soldados dispuestos a lo largo de la cerca. Los otros corrieron a escape hacia la tapia —loca carrera que a ellos les parecía como de sueño. Al ver el brocal del pozo, uno quiso refugiarse allí: la bala de Fierro lo alcanzó el primero. Los demás siguieron alejándose; pero uno a uno fueron cayendo —en menos de diez segundos Fierro disparó ocho veces—, y el último cayó al tocar con los dedos los adobes que por un extraño capricho separaban en ese momento la región de la vida de la región de la muerte. Algunos cuerpos dieron aún señales de vida; los soldados, desde su sitio, tiraron sobre ellos para rematarlos.

Y vino otro grupo de diez, y luego otro, y otro, y otro. Las tres pistolas de Fierro —dos suyas, la otra de su asistente— se turnaban en la mano homicida con ritmo perfecto. Cada una disparaba seis veces —seis veces sin apuntar, seis veces al descubrir— y caía después en la frazada del asistente. Este hacía saltar los casquillos quemados y ponía otros nuevos. Luego, sin cambiar de postura, tendía hacia Fierro la pistola, el cual la tomaba al dejar caer otra. Los dedos del asistente tocaban las balas que segundos después tenderían sin vida a los prisioneros; pero él no levantaba los ojos para ver a los
que caían. Toda su conciencia parecía concentrarse en la pistola que tenía en las manos, y en los tiros, de reflejos de oro y plata, esparcidos en el suelo. Dos sensaciones ocupaban todo lo hondo de su ser: el peso frío de los cartuchos que iba metiendo en los orificios; del cilindro; el contacto de la epidermis lisa y cálida del arma. Arriba, por sobre su cabeza, se sucedían los disparos con que su “jefe” se entregaba al deleite de hacer blanco.

El angustioso huir de los prisioneros en busca de la tapia salvadora —fuga de la muerte en una sinfonía espantosa donde luchaban como temas reales la pasión de matar y el ansia inagotable de vivir— duró cerca de dos horas.

Ni un instante perdió Fierro el pulso o la serenidad. Tiraba sobre blancos movibles y humanos, sobre blancos que daban brincos y traspiés entre charcos de sangre y cadáveres en posturas inverosímiles, pero tiraba sin más emoción que la de errar o acertar. Calculaba hasta la desviación de la trayectoria por efecto del viento, y de un disparo a otro la corregía.

Algunos prisioneros, poseídos de terror, caían de rodillas al trasponer la puerta: la bala los doblaba. Otros bailaban danza grotesca al abrigo del brocal del pozo hasta que la bala los curaba de su frenesí o los hacía caer heridos por la boca del hoyo. Casi todos se precipitaban hacia la pared de adobes y trataban de escalarla trepando por los montones de cuerpos entrelazados, calientes, húmedos, humeantes: la bala los paralizaba también. Algunos lograban clavar las uñas en la barda de tierra; pero sus manos, agitadas por intensa ansiedad de vida, se tornaban de pronto en manos moribundas.

Hubo un momento en que la ejecución en masa se envolvió en un clamor tumultuoso donde descollaban los chasquidos secos de los disparos opacados por la inmensa voz del viento. De un lado de la cerca gritaban los que huían de morir y morían al cabo; de otro, los que se defendían del empuje de los jinetes y hacían por romper el cerco que los estrechaba hasta la puerta terrible. Y al griterío de unos y otros se sumaban las voces de los soldados distribuidos en el contorno de las cercas. Éstos habían ido enardeciéndose con el alboroto de los disparos, con la destreza de Fierro y con los lamentos y el accionar frenético de los que morían. Saludaban con exclamaciones de regocijo la voltereta de los cuerpos al caer; vociferaban, gesticulaban, reían a carcajadas al hacer fuego sobre los montones de carne humana donde advertían el menor indicio de vida.

El postrer pelotón de los ajusticiados no fue de diez víctimas, sino de doce. Los doce salieron al corral de la muerte atrepellándose entre sí, procurando cada uno cubrirse con el cuerpo de los demás, a quien trataban de adelantarse en la horrible carrera. Para avanzar hacían corcovas sobre los cadáveres hacinados; pero la bala no erraba por eso: con precisión siniestra, iba tocando uno tras otro y los dejaba a medio camino de la tapia —abiertos brazos y piernas— abrazados al montón de sus hermanos inmóviles. Uno de ellos, sin embargo, el último que quedaba con vida, logró llegar hasta la barda misma y salvarla... El fuego cesó de repente y el tropel de soldados se agolpó en el ángulo del corral inmediato para ver al fugitivo...

Pardeaba la tarde. La mirada de los soldados tardó en acostumbrarse al parpadeo interferente de las dos luces. De pronto no vieron nada. Luego, allá lejos, en la inmensidad de la llanura medio en sombra, fue cobrando precisión un punto móvil, un cuerpo que corría. Tanto se doblaba el cuerpo al correr que por momentos se le hubiera confundido con algo rastreante a flor de suelo...

Un soldado apuntó:

—Se ve mal... —dijo, y disparó.
La detonación se perdió en el viento del crepúsculo. El punto siguió su carrera...

Fierro no se había movido de su sitio. Rendido el brazo, lo tuvo largo tiempo suelto hacia el suelo. Luego notó que le dolía el índice y levantó la mano hasta los ojos: en la semioscuridad comprobó que el dedo se le había hinchado ligeramente. Lo oprimió con blandura entre los dedos y la palma de la otra mano. Y así estuvo, durante buen espacio de tiempo, entregado todo él a la dulzura de un suave masaje. Por fin se inclinó para recoger del suelo el sarape, del cual se había desembarazado desde los preliminares de la ejecución; se lo echó sobre los hombros, y caminó para acogerse al socaire del pesebre. Sin embargo, a los pocos pasos se detuvo y dijo al asistente:

—Así que acabes, tráete los caballos.

Y siguió andando.

El asistente juntaba los casquillos quemados. En el corral contiguo los soldados de la escolta desmontaban, hablaban, canturreaban. El asistente los escuchaba en silencio y sin levantar la cabeza. Después se irguió con lentitud. Cogió la frazada por las cuatro puntas y se la echó a la espalda: los casquillos vacíos sonaron dentro con sordo cascabeleo.
Había anochecido. Brillaban algunas estrellas. Brillaban las lucecitas de los cigarros al otro lado de las tablas de la cerca. El asistente rompió a andar con paso tardo, y así fue, medio a tientas, hasta el último de los corrales, y de allá regresó a poco trayendo de la brida los caballos —el de su amo y el suyo—, y, sobre uno de los hombros, la mochila de campaña.

Se acercó al pesebre. Sentado sobre una piedra, Fierro fumaba con la oscuridad. En las juntas de las tablas silbaba el viento.

—Desensilla y tiéndeme la cama —ordenó Fierro—; no aguanto el cansancio.
—¿Aquí en este corral, mi jefe? ¿Aquí...?
—Sí, aquí. ¿Por qué no?

Hizo el asistente como le ordenaban. Desensilló y tendió las mantas sobre la paja, arreglando con el maletín y la montura una especie de almohada. Y minutos después de tenderse Fierro en ellas, Fierro se quedó dormido.

El asistente encendió su linterna y dispuso lo necesario para que los caballos pasaran bien la noche. Luego apagó la luz, se envolvió en su frazada y se acostó a los pies de su amo. Pero un momento después se incorporó de nuevo, se hincó de rodillas y se persignó. En seguida volvió a tenderse en la paja...

Pasaron seis, siete horas. Había caído el viento. El silencio de la noche se empapaba en luz de luna. De tarde en tarde sonaba próximo el estornudo de algún caballo. Brillaba el claro lunar en la abollada superficie del cubo del pozo y hacía sombras precisas al tropezar con todos los objetos —con todos, menos con los montones de cadáveres. Éstos se levantaban, enormes en medio de tanta quietud, como cerros fantásticos, cerros de formas confusas, incomprensibles.

El azul plata de la noche se derramaba sobre los cadáveres como la más pura luz. Pero insensiblemente aquella luz de noche fue convirtiéndose en voz, voz también irreal y nocturna. La voz se hizo distinta: era una voz apenas perceptible, apagada, doliente, moribunda, pero clara en su tenue contorno como las sombras que la luna dibujaba sobre las cosas. Desde el fondo de uno de los montones de cadáveres la voz parecía susurrar:

—Ay... Ay...

Luego calló, y el azul de plata de la noche volvió a ser sólo luz. Mas la voz se oyó de nuevo:

—Ay... Ay...

Fríos e inertes desde hacía horas, los cuerpos hacinados en el corral seguían inmóviles. Los rayos lunares se hundían en ellos como en una masa eterna. Pero la voz tornó:

—Ay... Ay... Ay...

Y este último ay llegó hasta el sitio donde el asistente de Fierro dormía e hizo que su conciencia pasara del olvido del sueño a la sensación de oír. El asistente recordó entonces la ejecución de los trescientos prisioneros; y el solo recuerdo lo dejó quieto sobre la paja, entreabiertos los ojos y todo él pendiente del lamento de la voz, pendiente con las potencias íntegras de su alma...

—Ay... Por favor...

Fierro se agitó en su cama...

—Por favor..., agua...

Fierro despertó y prestó oído...

—Por favor..., agua...

Entonces Fierro alargó un pie hasta su asistente.

—¡Eh, tú! ¿No oyes? Uno de los muertos está pidiendo agua.
—¿Mi jefe?
—¡Que te levantes y vayas a darle un tiro a ese jijo de la tiznada que se está quejando! ¡A ver si me deja dormir!
—¿Un tiro a quién, mi jefe?
—A ese que pide agua, ¡imbécil! ¿No entiendes?
—Agua, por favor —repetía la voz.

El asistente tomó la pistola de debajo de la montura, y empuñándola, se levantó y salió del pesebre en busca de los cadáveres. Temblaba de miedo y de frío. Uno como mareo del alma le embargaba.

A la luz de la luna buscó. Cuantos cuerpos tocaba estaban yertos. Se detuvo sin saber qué hacer. Luego disparó sobre el punto de donde parecía venir la voz: la voz se oyó de nuevo. El asistente tornó a disparar: se apagó la voz.

La luna navegaba en el mar sin límites de su luz azul. Bajo el techo del pesebre dormía Fierro.

Tránsito sereno de Porfirio Díaz

De Martín Luis Guzmán


Por abril o mayo de 1915 don Porfirio y Carmelita volvieron a París. Mejor dicho, volvió entonces a París todo el pequeño núcleo de la familia: ellos dos, los Elízaga, los Teresa, y Porfirito con su mujer y sus hijos. La explosión de la Guerra Mundial los había sorprendido mientras veraneaban en Biarritz y en San Juan de Luz, y a casi todos los había obligado a quedar-se en las playas del sur de Francia el resto del año de 1914 y los cuatro primeros meses de 1915.

En París don Porfirio reanudó su vida de las primaveras anteriores. Fue a ocupar con Carmelita —y los Elízaga, como de costumbre— su departamento de la casa número 28 de la Avenida del Bosque.
Todas las mañanas, entre nueve y diez, salía a cumplir el rito de su ejercicio cotidiano, que era un paseo, largo y sin pausas, bajo los bellísimos árboles de la avenida. Generalmente lo acompañaba Porfirito; cuando no, Lila; cuando no, otro de los nietos o el hijo de Sofía. Su figura, severa en el traje y en el ademán, había acabado por ser a esa hora una de las imágenes características del paseo. Cuantos lo miraban advertían, más que el porte de distinción, el aire de dominio de aquel anciano que llevaba el bastón no para apoyarse, sino para aparecer más erguido. Porque siempre usaba su bastón de alma de hierro y puño de oro, tan pesado que los amigos solían sorprenderse de que lo llevara. “Es mi arma defensiva”, contestaba sonriente y un poco irónico.

Cada semana o cada quince días, Porfirito alquilaba caballos en la Pensión de la Faissanderie, próxima a la casa, y entonces, montados los dos, prolongaban el paseo hasta el interior del bosque. Aquellas caminatas, lo mismo que las otras, le sentaban muy bien: le vigorizaban su salud, ya bastante en declive, de hombre de ochenta y cinco años; le entonaban el cuerpo; le alegraban el espíritu.

Por las tardes, salvo que hubiera que corresponder alguna visita, se quedaba en casa. Era la hora de escuchar las noticias de los periódicos, que le leía el Chato, y de escribir o dictar cartas para los amigos que todavía no lo olvidaban. Porfirito llegaba a poco, y entonces era éste el encargado de la lectura, o, juntos los dos, o los tres —y a veces también con algún amigo—, estudiaban la marcha de la guerra y veían en unos mapas plantados de banderitas blancas y azules las posiciones de los ejércitos.

De la colosal contienda europea, a don Porfirio sólo le interesaba lo estrictamente militar, y esto en sus fases de carácter técnico. Sobre el posible resultado humano y político, ni una palabra. No tenía preferencias por unos ni por otros, o, si las tenía, las callaba, acaso por iguales sentimientos de gratitud hacia franceses, ingleses y alemanes, que lo habían recibido con análogos extremos de cordialidad. Francia lo acogió con los brazos abiertos; el Kaiser le pidió que viniera a sentarse a su lado; en el Cairo, lord Kitchener lo recibió oficialmente en nombre del gobierno inglés.

Un día a la semana su distracción eran los nietos, a quienes profesaba cariño profundo, si bien un poco reservado y estoico. Porfirito, que vivía en Neuilly llegaba con ellos desde por la mañana, para alargarles la estancia con el abuelo. Aunque Lila se mostraba siempre la más afectuosa, él prefería al primogénito, que era el tercer Porfirio.

Por las mañanas, o por las tardes —o a comer con él, con Carmelita y los Elízaga—, a menudo venía también María Luisa, la otra cuñada a quien acompañaba a veces su hijo José. Lo visitaban con asiduidad Eustaquio Escandón, Sebastián Mier, Fernando González, la señora Gavito. De cuando en cuando se presentaba algún otro mexicano de los que vivían en París o que por allí pasaban.
Carmelita lo acompañaba siempre, salvo en la hora del ejercicio matinal. Se desayunaban a las ocho, comían a la una, cenaban a las nueve, se acostaban a las diez. Como el departamento no era muy grande —se componía de un recibimiento, una sala, un comedor, dos baños, cuatro alcobas— aquella vida, sosegada y uniforme, transcurría en una atmósfera de constante intimidad y de un sabor netamente mexicano. Porque a toda hora se entretejía allí con la vida diaria, en lo importante y en lo minúsculo, la imagen de México, y aun había presencias accesorias y otras, mudas, que la evocaban. El cocinero, el criado, las recamareras eran los mismos que con don Porfirio habían salido al destierro desde la calle de Cadena. Algunos de los muebles habían estado en Chapultepec.

También las conversaciones giraban alrededor de México, pero no de México como entidad actual, sino de un México convertido en sustancia del recuerdo. Era Oaxaca, era la Noria, eran matices o anécdotas de la vida, ya lejana, y tan diferente, que se había quedado atrás. Sonriendo recordaba él al viejo Zivy asomado a la puerta de “La Esmeralda” y diciéndole a sus empleados: “Pongan el cronómetro a las ocho menos tres minutos: allí viene el coche de don Porfirio.” A veces comentaba alguna frase de don Matías Romero, o de Justo Sierra, o lo que en tal ocasión había tenido que hacer Berriozábal, o Riva Palacio. De lo del día, de la lucha regeneradora o asoladora —unos se lo insinuaban de un modo, otros de otro—, no había para qué hablar. En esto su juicio era terminante: “Será buen mexicano —decía— quienquiera que logre la prosperidad y la paz de México. Pero el peligro está en el yanqui, que nos acecha.” De allí no había quien lo sacara ni quien se saliera. Sólo un suceso le merecía juicios en voz alta: el crimen de Victoriano Huerta. Lacónico, lo declaraba execrable; y concluía luego, para no dar tiempo a más amplias opiniones: “¡Pobre Félix!”

A mediados de junio empezó a sentirse mal. Le sobrevino la misma desazón de dos años antes en Biarritz, la misma fatiga, los mismos amagos de bronquitis y de resequedad en la garganta. Pero ahora lo acometían más fuertes mareos al mover súbitamente la cabeza y se le nublaba más lo que estaban viendo sus ojos. Le zumbaban los oídos al grado de ahuyentarle el sueño. Se le dormían los dedos de las manos y de los pies.
Por de pronto no hizo caso: su hábito le ordenaba no enfermarse. Luego, consciente de que su malestar se acentuaba, mandó llamar al doctor Gascheau, un médico del barrio, que ya lo había atendido de alguna otra dolencia, ésa más leve, y que le inspiraba confianza y simpatía.

A él Gascheau le dijo que aquello no era nada: el cansancio natural de los años; convenía evitar todo ejercicio, todo esfuerzo; debía descansar más. Pero a Carmelita y Porfirito el médico no les disimuló lo que ocurría: era la arteriosclerosis en forma ya bastante aguda. Como dos años antes en Biarritz, quizá el enfermo se sobrepusiera y se aliviara; pero había más probabilidades de que eso no sucediese.

Don Porfirio dejó de salir. Ahora se estaba sentado en una silla que le ponían junto a la ventana. Desde allí miraba los árboles de la avenida, que diariamente lo habían acompañado en sus paseos. Se entretenía en escribir, de su puño y letra, una que otra carta. Le contaba a Teodoro Dehesa los detalles de su mal. Cansado o absorto, volvía la vista hacia la ventana; contemplaba las puestas del sol.

Cerca de él siempre, Carmelita le conversaba para distraerlo. Procuraba que los temas, variando, lo interesaran. Esfuerzos inútiles; a poco de abordar ella cualquier asunto, el pensamiento de don Porfirio y sus palabras ya estaban en Oaxaca o en la Noria. “¡Cómo le gustaría volver!” “Allá le gustaría descansar y morir.”

El cuidado por el enfermo aumentó las visitas pero se procuraba abreviarlas para que no lo fatigase. Él pedía que le trajeran a los nietos y que los tuvieran jugando allí: eso no lo cansaba. Llegaba Lila con sus halagos; venía el segundo Porfirito a dejarse querer. Había un recién nacido; Luisa, la nuera, se acercaba a la silla, le ponía en las piernas al niño, y entonces él se quedaba mirándolo en ratos de profunda contemplación.

Para ocultar un poco la inquietud —porque todos estaban inquietos y temían revelarlo— Porfirito y Lorenzo comentaban entre sí la guerra, o con Carmelita, o con Sofía, o con María Luisa, o con José. Don Porfirio atendía unos instantes y luego tornaba a su obsesión: “¿Que noticias había de Oaxaca?” “Otros años, por esa época, la caña de la Noria ya estaba así” —aseguraba levantando la mano—. Se detenía en el recuerdo de su madre y de su hermana Nicolasa, o evocaba conversaciones y escenas de tiempos ya muy remotos: “Borges, el segundo marido de Nicolasa, le había dicho una vez esto o aquello.”

El 28 de junio tuvo que guardar cama, pero no porque algo le doliera o le quebrantara particularmente, sino porque su desazón, su fatiga eran tan grandes que apenas si le dejaban ánimos de hablar. El hormigueo de los brazos, la sensación de tener como de corcho los dedos de las manos y de los pies, le atacaban ahora más a menudo. Procuraba no mover bruscamente la cabeza para no desvanecerse.

Gascheau, que venía a mañana y tarde, le dijo que sólo eran trastornos de la circulación; que si se sentía mejor en la cama, le convenía no levantarse; acostado sentiría menos los desvanecimientos y no se le nublarían tanto los ojos. “Sí —comentaba él, con acento de quien todo lo sabe—: la circulación”, y paseaba la vista por sobre cada uno de los presentes, para quienes, en apariencia, todo seguía igual. Porque realmente sólo los accesos de tos, por la resequedad de la garganta, parecían ser algo mayores.

Cuando se iba el médico, don Porfirio decía, dirigiéndose a Carmelita, la cual no lo dejaba ya ni un instante: “Es la fatiga de ¡tantos años de trabajo!”

El día 29, hablando a solas con Porfirito, Gascheau advirtió que el final podía producirse dentro de unos cuantos días o dentro de unas cuantas horas. El abatimiento físico, no el moral, empezaba a adueñarse de don Porfirio, que ya casi no se movía en su cama. Ahora tenía mareos continuos, y la resequedad de su garganta se había convertido en molestia permanente.

Esa mañana pidió que viniera un sacerdote. Por la tarde le trajeron uno, español —de la iglesia de Saint-Honoré l’Eylau—, al cual dijo que quería confesarse. Hizo confesión y en seguida se habilitaron altar y capilla para que comulgase. Además de aquel sacramento, recibió ese día la bendición apostólica, que le trajo el padre Carmelo Blay, un sacerdote mexicano del Colegio Pío Latino de Roma, a quien él conocía. Don Porfirio manifestó extraordinaria beatitud al verlo y puso visible atención a las sagradas palabras. El padre Carmelo Blay también lo ungió con los santos óleos.

A media mañana del 2 de julio la palabra se le fue acabando y el pensamiento haciéndosele más y más incoherente. Parecía decir algo de la Noria, de Oaxaca. Hablaba de su madre: “Mi madre me espera.” El nombre de Nicolasa lo repetía una y otra vez. A las dos de la tarde ya no pudo hablar. Era una como parálisis de la lengua y de los músculos de la boca. A señas, con la intención de la mirada, procuraba hacerse entender. Se dirigía casi exclusivamente a Carmelita. “¿Cómo?” “¿Qué decía?” “¡Ah, sí: la Noria!” “¿Oaxaca?” “Sí, sí: Oaxaca; que allá quería ir a morir y a descansar.”

Se complació oyendo hablar de México: hizo que le dijeran que pronto se arreglarían allá todas las cosas, que todo iría bien. Poco a poco, hundiéndose en sí mismo, se iba quedando inmóvil. Todavía pudo, a señas, dar a entender que se le entumecía el cuerpo, que le dolía la cabeza. Estuvo un rato con los ojos entreabiertos e inexpresivos conforme la vida se le apagaba.

Perdió el conocimiento a las seis. Por la ventana entraba el sol, cuyos tonos crepusculares doraban afuera las copas de los castaños: los rayos, oblicuos, encendían los brazos y el asiento de la silla y casi atravesaban la estancia. Era el sol cálido de julio; pero él, vivo aún, tenía ya toda la frialdad de la muerte. Carmelita le acariciaba la cabeza y las manos; se le sentían heladas.

A las seis y media expiró, mientras a su lado el sol lo inundaba todo en luz. No había muerto en Oaxaca, pero sí entre los suyos. Rodeaban su cama Carmelita, Porfirito, Lorenzo, Luisa, Sofía, María Luisa, Pepe, Fernando González y los nietos mayores.

Se llenó la casa con funcionarios de la República Francesa y con delegados de la ciudad de París. Vino el jefe del cuarto militar del presidente Poincaré; se presentó el general Niox, que había recibido a don Porfirio a su llegada a Francia y le había puesto en las manos la espada de Napoleón; desfilaron comisiones de los ex combatientes. Acababa de morir algo más que una persona ilustre: el pueblo de Francia rendía homenaje al hombre que por treinta años había gobernado a otro pueblo; el ejército francés traía un saludo para el soldado que medio siglo antes había sabido combatirlo. Pero eso era el valor oficial: el duelo íntimo quedaba reservado para el país remoto y presente. Porque lo más de la colonia mexicana de París acudió en el acto trayendo su reverencia, y otros hijos de México, al conocer la noticia, llegaron desde Londres, desde España, desde Italia.

Quiso Carmelita que se hicieran honras fúnebres. El servicio religioso, a la vez solemne y modesto, se celebró en Saint-Honoré l'Eylau, y allí quedó depositado el cadáver en espera de su tumba definitiva. Año y medio después se sacaron los despojos para llevarlos al cementerio de Montparnasse. El sepulcro es una capilla pequeña, en cuyo interior, sobre una losa a modo de ara, se ve una urna de cristal que contiene un puño de tierra de Oaxaca. Por fuera, en lo alto, hay inscrita un águila mexicana, y debajo del águila un nombre compuesto de dos palabras.

Rugía en México la lucha entre Venustiano Carranza y Francisco Villa. El 2 de julio Carranza recibió en Veracruz un telegrama que lo apartó un momento de las preocupaciones de la contienda. El mensaje venía de Nueva York y, conciso, decía así:

“Señor Venustiano Carranza, Veracruz: Prensa anuncia estos momentos hoy siete de la mañana murió en Biarritz el general Porfirio Díaz. —Salúdolo afectuosamente.— Juan T. Burns.”

México, septiembre de 1938.