No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El planeta de los simios

De Pierre Boulle



Segunda Parte

Capítulo VIII

(Fragmento)

«Ilustre presidente, nobles gorilas, sabios orangutanes, ingeniosos chimpancés, ¡oh, simios!, permitid que un hombre se dirija a vosotros.

»Ya sé que mi presencia es grotesca, mi forma repulsiva, mi perfil bestial, mi olor infecto y el color de mi piel repugnante. Sé que la vista de este cuerpo ridículo es una ofensa para vosotros, pero sé también que me dirijo a los más sabios y a los más discretos de todos los simios, a aquellos cuyo espíritu es capaz de elevarse por encima de las impresiones sensibles y de percibir la esencia sutil del ser por encima de una lastimosa envoltura material...»

La humildad pomposa de este exordio me había sido impuesta por Zira y Cornelius, que sabían era propia para conmover a los orangutanes. En medio de un silencio profundo proseguí:

«Oídme, ¡oh, simios!, porque yo hablo, y no como un loro o un mecanismo, os lo aseguro. Pienso y hablo y comprendo tan bien lo que me decís como lo que digo yo mismo. Más adelante, si sus señorías se dignan interrogarme, será para mí un placer contestar a sus preguntas lo mejor que sepa.

»Antes que nada, quiero revelaros esta verdad asombrosa: no sólo soy una criatura que piensa, no sólo existe un alma en este cuerpo humano, sino que vengo de un planeta lejano, de la Tierra, de aquella Tierra donde, por una fantasía inexplicable de la Naturaleza, son los hombres los que detentan la razón y la sabiduría. Pido permiso para precisar el lugar de mi origen, no ciertamente para los ilustres doctores que veo a mi alrededor, sino para algunos de mis auditores que tal vez no están familiarizados con los diversos sistemas estelares.»

Me acerqué a una pizarra y, ayudándome de algunos esquemas, describí lo mejor que supe el sistema solar y fijé su posición en la galaxia. Mi exposición fue también escuchada con religioso silencio. Pero cuando, al terminar mi croquis, sacudí varias veces una mano contra la otra, para hacer caer el polvillo del yeso, mi gesto suscitó un entusiasmo ruidoso entre el público de las gradas superiores. Cara al público proseguí mi discurso:

«Así pues, en aquella Tierra, en la raza humana se encarnó el espíritu. Así es y yo no puedo hacer nada para cambiarlo. Mientras que los simios, y desde que he descubierto vuestro mundo me siento muy turbado por ello..., mientras que los simios se han quedado allí en estado salvaje, los hombres son los que han evolucionado. Es en el cráneo de los hombres donde se ha desarrollado y organizado el cerebro. Son los hombres los que han inventado el lenguaje, descubierto el fuego y utilizado las herramientas. Son ellos los que ordenaron mi planeta y transformaron su faz, ellos los que han establecido una civilización tan refinada que, en muchos aspectos, ¡oh, simios!, se parece a la vuestra...»

Al llegar aquí, empecé a dar múltiples ejemplos de nuestras realizaciones. Describí nuestras ciudades, nuestras industrias, nuestros medios de comunicación, nuestros Gobiernos, nuestras leyes, nuestras distracciones. Después me dirigí más especialmente a los sabios y traté de darles una idea de nuestras conquistas, en el noble terreno de las ciencias y las artes. Mi voz se iba afirmando a medida que hablaba. Empezaba a sentir como una especie de embriaguez, como un propietario haciendo inventario de sus riquezas.

Llegué luego al relato de mis propias aventuras. Expliqué cómo había llegado al mundo de la Betelgeuse y al planeta Sóror, cómo había sido capturado, enjaulado, cómo traté de entrar en contacto con Zaíus y cómo, seguramente por mi falta de ingenio, mis esfuerzos habían sido en vano. Mencioné, por fin, la perspicacia de Zira, su ayuda preciosa y la del doctor Cornelius. Y terminé así:

«He aquí lo que quería deciros, ¡oh, simios! A vosotros os toca ahora decidir si debo ser tratado como un animal y acabar mis días en una jaula, después de aventuras tan excepcionales. Sólo me queda por añadir que he venido a vosotros sin ninguna intención hostil, animado únicamente por el espíritu de descubierta. Desde que he aprendido a conoceros, me sois extraordinariamente simpáticos y os admiro con toda mi alma. He aquí, pues, el plan que sugiero a los grandes espíritus de este planeta. Puedo ciertamente seros útil por mis conocimientos terrenales. Por mi parte, he aprendido más cosas en algunos meses de jaula en vuestro planeta que en toda mi existencia anterior. Unamos nuestros esfuerzos. Establezcamos contacto con la Tierra. Marchemos, simios y hombres, dándonos las manos y ninguna potencia, ningún secreto del cosmos, podrá resistirnos.»


Me detuve, agotado, en un silencio absoluto. Me volví maquinalmente hacia la mesa del presidente, cogí el vaso de agua que estaba allí encima y lo vacié de un trago. Como el hecho de frotarme las manos, este simple gesto produjo un enorme efecto y fue la señal del tumulto. De repente, se produjo en la sala una ola de entusiasmo que ninguna pluma sabría describir. Sabía que me había ganado el auditorio, pero no había pensado que una asamblea pudiera manifestarse con tanto ruido. Me quedé completamente aturdido, pero con la suficiente sangre fría para poder observar una de las causas de aquel alboroto fantástico: los simios, exuberantes por naturaleza cuando un espectáculo les gusta, aplauden con las cuatro manos. Tenía, pues, a mi alrededor, un torbellino de criaturas endiabladas, en equilibrio sobre los muslos, chocando los cuatro miembros con frenesí, de tal modo que parecía que la cúpula iba a hundirse en medio de aullidos sobre los que dominaba la voz grave de los gorilas. Fue una de mis últimas visiones de aquella sesión memorable. Me sentí vacilar. Miré con inquietud a mí alrededor. Zaíus acababa de dejar su sitio para pasearse por el estrado, con las manos detrás de la espalda, como lo hacía ante mi jaula. Como en un sueño, vi su sillón vacío y me dejé caer en él. Saludó esta acción una nueva salva de aclamaciones que apenas tuve tiempo de oír antes de desmayarme.