No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Aceite guapo

De Rosario Castellanos




Cuando cavaba los agujeros para sembrar el maíz en las laderas de Yalcuc, Daniel Castellanos Lampoy se detuvo, fatigado. Ahora el cansancio ya no lo abandonaba. Sus fuerzas habían disminuido y las tareas quedaban, como ahora, sin terminar.

Reclinado contra un árbol, Daniel se quejaba, predecía amargamente otros años de escasez y malas cosechas; inventaba disculpas para satisfacer al dueño del terreno con quien seguiría en deuda. Pero no se detenía en la causa más inmediata de sus desgracias: había envejecido.

Tardó en darse cuenta. ¿Cómo iba a advertirle el paso del tiempo si su transcurso no le había dejado nada? Ni una familia, que se disgregó con la muerte de la mujer; ni el fruto de su trabajo, ni un sitio de honor entre la gente de su tribu. Daniel estaba ahora como al principio: con las manos vacías. Pero tuvo que admitir que era viejo porque se lo probaron las miradas torvas de sospecha, rápidas de alarma, pesadas de desaprobación de los demás.

Daniel sabía lo que significaban esas miradas: él mismo, en épocas anteriores, había mirado así a otros. Significaban que un hombre, si a tal edad ha sido respetado por la muerte, es porque ha hecho un pacto con las potencias oscuras, porque ha consentido en volverse el espía y el ejecutor de sus intenciones, cuando son malignas.

Un anciano no es lo mismo que un brujo. No es un hombre que conoce cómo se producen y cómo se evitan los daños; no es una voluntad que se inclina al soborno de quienes la solicitan ni una ciencia que se vende a un precio convenido. Tampoco es un signo que se trueca a veces en su contrario y puede resultar beneficioso.

No, un anciano es el mal y nadie debe acercársele en busca de compasión porque es inútil. Basta que se siente a la orilla de los caminos, a la puerta de su casa, para que lo que contempla se trasforme en erial, en ruina, en muerte. No valen súplicas ni regalos. Su presencia sola es dañina. Hay que alejarse de él, evitarlo; dejar que se consuma de hambre y necesidad, acechar en la sombra para poner fin a su vida con un machetazo, incitar a la multitud para su lapidación

La familia del anciano, si la tiene no osa ofenderlo. Ella misma está embargada de temor y ansía acabar de una vez con las angustias y los riesgos que trae consigo el contacto con lo sobrenatural.

Daniel Castellanos Lampoy comprendió, de golpe cuál era el futuro que le aguardaba. Y tuvo miedo. Por las noches el sueño no descendía a sus ojos, tenazmente abiertos al horror de su situación y a la urgencia de hallar una salida.

Insensiblemente Daniel se apartó de todos; ya no asistía a la plaza en los días de mercado porque temía encontrarse con alguien que después atribuyera a ese encuentro un tropezón en el camino, un malestar súbito, la pérdida de un animal de rebaño.

Pero ese mismo apartamiento terminaría por hacerlo sospechoso. ¿A qué se encerraba? Seguramente a fraguar la enfermedad, el quebranto, el infortunio que luego padecerían los otros.

No es fácil borrar el estigma de la vejez. La gente recuerda: cuando yo era niño, Daniel Castellanos Lampoy ya era un hombre de respeto. Ahora el hombre de respeto soy yo. ¿Cuántos años han tenido que pasar?

No importa la cuenta. Lo que importa son los surcos de la piel, el encorvamiento de la espalda, la debilidad del cuerpo, las canas, cuya misma rareza son un signo más de predestinación. Y esas pupilas cuya opacidad oculta una virtud aniquiladora.

¿Dónde refugiarse contra la persecución sorda, implacable de la tribu? Instintivamente Daniel pensó en la iglesia; junto al altar de las divinidades protectoras nadie se atrevería a acercarse para rematarlo.

Sí, lo que Daniel necesitaba era convertirse en “martoma”, en mayordomo de algún santo de la iglesia de San Juan Chamula.

Para lograr sus propósitos iba a encontrar dificultades y esto no lo ignoraba Daniel. ¿Qué meritos podía aducir delante de los principales? En sus antecedentes no había un solo cargo, ni siquiera civil, mucho menos religiosos. No podía ostentar un título de “pasada autoridad” y además ahora había sido ya marcado por la decrepitud. Y sin embargo, Daniel tenía que convencer a todos con el calor de sus alegatos, la humildad de sus ruegos, la abundancia de sus dádivas.

Pero Daniel no era elocuente. Hacía años, los años de la viudez, de la ausencia de los hijos, de la soledad, que no hablaba con nadie. Había ido olvidando lo que significaban las palabras y ya no atinaba con el nombre de muchos objetos. Para hilvanar una frase buscaba arduamente las concordancias y no lograba expresarse con claridad ni con fluidez. Al sentir fija en él la atención de sus interlocutores un golpe repentino de sangre le sobrevenía a la garganta y se precipitaba a terminar en un tartamudeo penoso. ¿Cómo iba a presentarse a la asamblea y de qué manera iba a defender su ambición? La única posibilidad de éxito que le restaba era el soborno.

Daniel Castellanos Lampoy desenterró la olla de su dinero para contarlo. Con incredulidad pasaba y repasaba las monedas entre sus dedos; siempre había tenido la certidumbre de que eran más y ahora, al verlas tan pocas y tan sin valor, no salía de su asombro.

Por fin tomó un camino conocido: el de la hacienda “El Rosario”, de la que era peón acasillado.

Don Gonzalo Urbina lo vio acercarse con desconfianza y antes que empezara a exponer el motivo de su visita se adelantó a reclamarle el atraso de sus pagos. Daniel tuvo que conformarse con aplacar las exigencias del caxlán, con prometer mayor puntualidad en el futuro, pero ya no tuvo ocasión de pedir el empréstito que tanta falta le hacía.

Don Gonzalo escuchaba las protestas de Daniel con un gesto de severidad fingido. En el fondo estaba contento. Desde el principio olfateó lo del préstamo y con una argucia lo había evitado. Le daba lástima este pobre indio que no tenía siquiera un petate en que caerse muerto y cuyos hijos se negaban, desde hacia años, a reconocer las deudas que contrajera. Le daba lástima, ¿pero dónde iba a parar su negocio si se ponía a hacer favores? Primero es la obligación y luego la devoción, qué caray.

Daniel regresó a su jacal, desalentado. ¿A quién iba a recurrir ahora? Pensó en los enganchadores de Ciudad Real, pero desechó pronto esa idea. Ningún enganchador iba a admitir para las fincas un hombre en sus condiciones. Tres años antes, cuando quiso irse a la costa para juntar algunos centavos, lo rechazaron porque querían hombres más jóvenes, más resistentes para los rigores del clima y la fuerza del trabajo.

Pero lo que el día le ocultaba se lo mostró el insomnio: un plan que iba a proponerle a Don Juvencio Ortiz.

Don Juvencio, el enganchador, tenía a Daniel Castellanos en buen predicamento porque nunca le había quedado mal. Dinero había sudado para él en las fincas, antes, cuando no era viejo; recomendaciones favorables había traído de los patrones. Don Juvencio daría crédito a sus palabras, lo engañaría con la promesa de que el enganchado no era él si no uno de sus hijos… o quizá los dos. Pediría el anticipo y se fugaría. ¿Quién iba a encontrarlo si se marchaba de su paraje? Además nadie tendría interés en buscarlo a él si no a sus hijos, que eran los del compromiso, y de quienes llevaría el retrato. Si los encontraban los fiscales y los obligaban a irse a las fincas, Daniel estaría contento. Justo castigo al abandono en que lo mantuvieron durante tantos años; justo castigo a su ingratitud, a la dureza de su corazón.

Don Juvencio no desconfió de las razones de Daniel. Se acordaba de este indio que en sus buenos tiempos fue un peón cumplido; conocía también a sus hijos, pero algo le hacía rascarse meditativamente la barbilla. ¿No había oído decir que estaban distanciados del padre? Daniel negó con vehemencia. La prueba de lo contrario la traía él en los retratos y en el encargo que le hicieron para que arreglara sus asuntos con el enganchador y para que recogiera los anticipos. No de uno, si no de los dos, insistía Daniel.

-¿Sabes que te pasará si me estás echando mentira, chamulita?

Daniel asintió; sabía que Don Juvencio estaba en poder de su nombre verdadero, de su chulel y del waigel de su tribu. Tembló un instante, pero luego se repuso. Junto a los altares de San Juan ya no lo amenazaría ningún riesgo.

Don Juvencio Ortiz terminó por aceptar apuntando los nombres de los hijos de Daniel en sus libros. Entregó el dinero al anciano quien se puso en camino directamente a Chamula.

Allí se informó de los trámites que era necesario seguir para alcanzar el nombramiento de “martoma”. Habló con el sacristán del templo, Xaw Ramírez Paciencia, asistió a las deliberaciones públicas de los principales y, en su oportunidad, hizo sonar las monedas que traía.

Los demás lo miraban con un destello de burla. ¿Cómo había crecido en un hombre ya doblado por la edad, ambición tan extemporánea? Pobre viejo; ésta sería su última satisfacción.

Mientras tanto, Daniel ponía en práctica las argucias que su malicia le aconsejaba. Se había vuelto más madrugador de lo que solía. Cuando el sacristán, soñoliento y desgreñado, bajaba de las torres con sus enormes llaves para abrir las puertas de la iglesia, encontraba a Daniel ya aguardándolo. Entraba en su seguimiento y permanecía horas y horas de rodillas ante cualquier imagen, rezando confusamente en alta voz.

Hizo Daniel tantos aspavientos de devoto que eso y la esperanza de la recompensa que de él recibirían, determinaron a los principales a obrar en favor del anciano. Se le concedió la dignidad de mayordomo de Santa Margarita.

Ahora Daniel ya tenía, por fin, delante de quien arrodillarse, a quien hacer objeto de sus cuidados y sus atenciones más esmeradas. Ya tenía, por fin, con quien hablar.

El miedo, que lo había empujado violentamente a los pies de la santa, cedió, poco a poco, su lugar al amor. Daniel se enamoró de la que sería su última patrona. Se extasiaba durante horas ante esa figura casi invisible entre el amontonamiento de trapos que la envolvían. Hizo un viaje a Jobel para comprarle piezas de chillonas. Telas floreadas, espejitos con marco de celuloide, velas de cera fina, puñados de incienso. Y del monte le traía sartales de flores.

A la ceremonia del cambio de ropa de la santa, Daniel invitó a los otros mayordomos. Asistieron y se sentaron enfrente del altar, en un espacio bien barrido y regado de juncia y con el garrafón de trago al alcance de su mano.

Con un respeto tembloroso Daniel desabrochó los alfileres que sujetaban la tela y empezó a desenrollarla. Cuidadosamente dobló el primer lienzo Entonces los mayordomos llenaron de alcohol una jícara y bebieron. Cuando el segundo lienzo estuvo doblado repitieron su libación y lo mismo sucedió con los lienzos siguientes. Al fin la santa resplandeció de desnudez, pero ninguno fue capaz de contemplarla porque todos habían sido cegados por la borrachera.

Los lienzos sucios fueron cambiados por otros nuevos y llevados al arroyo. Allí tuvo lugar la ceremonia que purificaría los manantiales y a la cual asistieron, con el garrafón de trago, todos los mayordomos. Mientras Daniel lavaba, los otros aguardaban el momento en que iban a ser convidados a tomar el agua jabonosa que había lavado la ropa de Santa Margarita. Para quitarse el mal sabor y ayudar a su deglución recurrían al aguardiente. La borrachera era parte del ritual y todos se entregaban a ella sin remordimientos, con la satisfacción de quien cumple un deber.

Daniel volvía en sí después de estas celebraciones y le sobrecogía una gran congoja. ¿Cuánto tiempo le quedaba junto a la sombra protectora de Santa Margarita? Al terminar el plazo de su mayordomía iba a volver a la intemperie, a los peligros de afuera. Y no se sentía con ánimos para afrontar la situación. Estaba muy viejo ¡y tan cansado!

Mientras tanto seguía acudiendo a la iglesia antes que ningún otro. Xaw Ramírez Paciencia, el sacristán, lo observaba desde el bautisterio, intrigado. ¿Cuántas horas va a soportar así, de rodillas? ¿Y qué hace? ¿Reza? Se le ve mover los labios. Pero ni aun aproximándose se entenderían sus palabras. No parece un verdadero tzotzil. Los tzotziles rezan de otro modo.

Las palabras de Daniel no eran una oración. Era algo más sencillo: delante de su patrona “le subía la plática”. Nada más que asuntos indiferentes, comentarios casuales. Que si las lluvias se han retrasado; que si un coyote anda rondando por los gallineros de San Juan y anoche dio buena cuenta de los pollos de la señora Xmel; que si el segundo alcalde está enfermo y los pulseadores no atinan con la causa del daño.

Ninguna petición, ningún reproche. Cierto que la santa, como niña, y niña atrabancada que es, descuida sus obligaciones. Abandona el mundo al desorden, se olvida de quienes se le han confiado. Pero Daniel prefiere agradecerle sus favores y pondera la cosecha, la gran cosecha que este año levantarán en el paraje de Yalcuc; y se admira del número de niños varones que han nacido últimamente entre las familias de su tribu y se alegra de que regresen sanos y salvos de las fincas (entre ellos vendrán sus hijos, a saber) casi todos los que fueron a la cosecha de café a la costa.

De sí mismo nunca hablaba Daniel. ¿Qué podría decir? Era viejo y a Santa Margarita no iban a divertirla las historias de cuanto ha. Y aunque hiciera por recordarlas, su memoria confundía personas, trastocaba lugares. ¿Qué iba a pensar la señora? Que Daniel desvariaba, que era un embustero, que estaba chocheando.

En estas y otras razones las velas que había traído Daniel en la madrugaba se consumían, el día terminaba. ¿Tan pronto? Y Daniel aún no ha dicho lo que quiere decir. Pero se despide con la promesa de volver mañana. Porque ya el sacristán, Xaw Ramírez Paciencia, está sonando las llaves, las enormes llaves del portón, y es seña de que va a cerrar.

Daniel se decía a sí mismo al salir: de mañana no pasa. Le cuento mi pena a Santa Margarita y le pido un milagro, el milagro de que yo no tenga que volver a Yalcuc; de que yo siga siendo un mayordomo, siempre, siempre.

Pero cuando mañana era hoy, una especie de timidez paralizaba la lengua del anciano y no la dejaba suelta más que para referir nimiedades ajenas, para balbucear letanías incoherentes.

Una tarde, en que había asistido junto con los otros mayordomos al cambio de ropa de San Agustín, la embriaguez lo arrastró, frenético, desmelenado, gesticulante, hasta el altar de su patrona. A gritos la instaba para que lo protegiese contra la persecución de la gente de su tribu, para que lo guardase de una muerte infame, para que le proporcionara los medios de permanecer aquí, con el cargo de mayordomo, un año más, aunque fuera un año más.

Al día siguiente Daniel tenía la confusa sensación de que su secreto ya no lo era para Santa Margarita. Se aproximó a ella esperando encontrar un signo de benevolencia. Pero la santa continuaba inmóvil dentro de sus pesadas vestiduras, desentendida de lo que acontecía a su alrededor.

Daniel comenzó a hablarle en voz baja, pero, inconteniblemente fue enardeciéndose hasta aullar, hasta golpearse la cabeza con los puños cerrados. Sintió que una mano le sacudía el hombro. Era el sacristán.

-¿Para qué gritas, tatik? Ninguno te oye.

Daniel escuchó esta aseveración con el mismo escándalo que se escucha una herejía. El sacristán el hombre que rezaba la misa de los santos en el tiempo de su festividad ¿se atrevía a sostener que los santos no eran más que trozos inertes de madera, sordos, sin luz de inteligencia ni de bondad? Pero Xaw, ansioso de exhibir sus conocimientos, agregó:

-Fíjate en la cara de Santa Margarita. Es blanca, es ladina, lo mismo que San Juan, que Santo Tomás, que todos ellos. Ella habla castilla. ¿Cómo vas a querer que entienda el tzotzil?

Daniel quedó atónito. Xaw tenía razón. Y a partir de entonces trató de recordar las únicas palabras de español que antes, cuando estuvo en las fincas, cuando comerciaba con los marchantes de Jobel, llegó a pronunciar. Pero no, eran inútiles. Ninguna expresaba su desesperación su urgencia de socorro. Xaw volvió a acercarse con sus consejos.

¿Quieres hablar castilla, martoma? Hay un bebedizo que sirve para eso, yo lo tomo cuando tengo precisión. Se llama aceite guapo. Lo venden en las boticas de Jobel. Pero hay que llevar la paga, bastante paga. Porque es bien caro.

Daniel Castellanos Lampoy echó mano de las limosnas que los fieles daban a su patrona y emprendió el viaje a la ciudad.

Anduvo tonteando hasta que dio con la botica en la que atendieron su pedido. Esperó pacientemente a que todos los de más fueran despachados, aunque él hubiera llegado antes que nadie, soportó con humildad los malos modos y las burlas de los dependientes; aceptó sin protestar el abuso en el precio y el robo en el cambio. Pero al final del día Daniel regresaba a Chamela con su botella de aceite guapo que le permitiría hablar con Santa Margarita.

Aguardó a hincarse a los pies de su patrona para destaparla; el sabor era desagradable y fuerte, los efectos muy parecidos a los del alcohol. Bajo el influjo de la droga Daniel comenzó a sentir que todo giraba a su alrededor. Un humor festivo iba apoderándose de él. Reía desatinadamente considerando ahora falsos, remotos, y sin consistencia, los peligros que lo amenazaban. Se burlaba de todos porque se sentía más fuerte que ninguno y joven y libre y feliz. Allá, en la nebulosa que rodeaba a Santa Margarita creía adivinar un guiño cómplice que lo enloquecía aún más.

Xaw reía también, desde lejos. Pero no todos hallaron el espectáculo igualmente divertido. Los martomas censuraban que uno de ellos violara las costumbres y se entregase a una embriaguez solitaria y sin motivo, mancillando así la dignidad de su cargo y el respeto debido a la iglesia.

Al día siguiente los sentidos de Daniel Castellanos Lampoy estaban tan embotados que no advirtió la atmósfera hostil que ya lo rodeaba.

A la tercera vez que se intoxicó con el licor milagroso los martomas, reunidos en conciliábulo, acordaron despojar de sus responsabilidades a aquella ancianidad sin decoro y arrojarla afrentosamente del templo.

Xaw no pudo hacer nada para interponerse y Daniel durmió su última borrachera a campo raso.

Una inconsciencia piadosa lo envolvía; durante algunas horas más el miedo no le enfriaría las entrañas; no le haría huir sin rumbo, de un perseguidor desconocido y de un destino inexorable.

Modesta Gómez

De Rosario Castellanos



¡Qué frías son las mañanas en Ciudad Real! La neblina lo cubre todo. De puntos invisibles surgen las campanadas de la misa primera, los chirridos de portones que se abren, el jadeo de molinos que empiezan a trabajar.

Envuelta en los pliegues de su chal negro Modesta Gómez caminaba, tiritando. Se lo había advertido su comadre, doña Águeda, la carnicera:

—Hay gente que no tiene estómago para este oficio, se hacen las melindrosas, pero yo creo que son haraganas. El inconveniente de ser atajadora es que tenés que madrugar.

“Siempre he madrugado”, pensó Modesta. “Mi nana me hizo a su modo.”

(Por más que se esforzase, Modesta no lograba recordar las palabras de amonestación de su madre, el rostro que en su niñez se inclinaba hacia ella. Habían transcurrido muchos años.)

—Me ajenaron desde chiquita. Una boca menos en la casa era un alivio para todos.

De aquella ocasión, Modesta tenía aún presente la muda de ropa limpia con que la vistieron. Después, abruptamente, se hallaba ante una enorme puerta con llamador de bronce: una mano bien modelada en uno de cuyos dedos se enroscaba un anillo. Era la casa de los Ochoa: don Humberto, el dueño de la tienda “La Esperanza”; doña Romelia, su mujer; Berta, Dolores y Clara, sus hijas; y Jorgito, el menor.

La casa estaba llena de sorpresas maravillosas. ¡Con cuánto asombro descubrió Modesta la sala de recibir! Los muebles de bejuco, los tarjeteros de mimbre con su abanico multicolor de postales, desplegado contra la pared; el piso de madera, ¡de madera! Un calorcito agradable ascendió desde los pies descalzos de Modesta hasta su corazón. Sí, se alegraba de quedarse con los Ochoa, de saber que, desde entonces, esta casa magnífica sería también su casa.

Doña Romelia la condujo a la cocina. Las criadas recibieron con hostilidad a la patoja y, al descubrir que su pelo hervía de liendres, la sumergieron sin contemplaciones en una artesa llena de agua helada. La restregaron con raíz de amole, una y otra vez, hasta que la trenza quedó rechinante de limpia.

—Ahora sí, ya te podés presentar con los señores. De por sí son muy delicados. Pero con el niño Jorgito se esmeran. Como es el único varón...

Modesta y Jorgito tenían casi la misma edad. Sin embargo, ella era la cargadora, la que debía cuidarlo y entretenerlo.

—Dicen que fue de tanto cargarlo que se me torcieron mis piernas, porque todavía no estaban bien macizas. A saber.

Pero el niño era muy malcriado. Si no se le cumplían sus caprichos “le daba chaveta”, como él mismo decía. Sus alaridos se escuchaban hasta la tienda. Doña Romelia acudía presurosamente.

—¿Qué te hicieron, cutushito, mi consentido?

Sin suspender el llanto Jorgito señalaba a Modesta.

—¿La cargadora? —se cercioraba la madre—.

Le vamos a pegar para que no, se resmuela.Mira, un coshquete aquí, en la mera cholla; un jalón de orejas y una nalgada. ¿Ya estás conforme, mi puñito de cacao, mí yerbecita de olor? Bueno, ahora me vas a dejar ir, porque tengo mucho que hacer.

A pesar de estos incidentes los niños eran inseparables; juntos padecieron todas las enfermedades infantiles, juntos averiguaron secretos, juntos inventaron travesuras.

Tal intimidad, aunque despreocupaba a doña Romelia de las atenciones nimias que exigía su hijo, no dejaba de parecerle indebida. ¿Cómo conjurar los riesgos? A doña Romelia no se le ocurrió más que meter a Jorgito en la escuela de primeras letras y prohibir a Modesta que lo tratara de vos.

—Es tu patrón —condescendió a explicarle—; y con los patrones nada de confiancitas.

Mientras el niño aprendía a leer y a contar, Modesta se ocupaba en la cocina: avivando el fogón, acarreando el agua y juntando el achigual para los puercos.

Esperaron a que se criara un poco más, a que le viniera la primera regla, para ascender a Modesta de categoría. Se desechó el petate viejo en el que había dormido desde su llegada, y lo sustituyeron por un estrado que la muerte de una cocinera había dejado vacante. Modesta colocó, debajo de la almohada, su peine de madera y su espejo con marco de celuloide. Era ya una varejoncita y le gustaba presumir. Cuando iba a salir a la calle, para hacer algún mandado, se lavaba con esmero los pies, restregándolos contra una piedra. A su paso crujía el almidón de los fustanes.

La calle era el escenario de sus triunfos; la requebraban, con burdos piropos, los jóvenes descalzos como ella, pero con un oficio honrado y dispuestos a casarse; le proponían amores los muchachos catrines, los amigos de Jorgito; y los viejos ricos le ofrecían regalos y dinero.

Modesta soñaba, por las noches, con ser la esposa legítima de un artesano. Imaginaba la casita humilde, en las afueras de Ciudad Real, la escasez de recursos, la vida de sacrificios que le esperaba. No, mejor no. Para casarse por la ley siempre sobra tiempo. Más vale desquitarse antes, pasar un rato alegre, como las mujeres malas. La vendería una vieja alcahueta, de las que van a ofrecer muchachas a los señores. Modesta se veía en un rincón del burdel, arrebozada y con los ojos bajos, mientras unos hombres borrachos y escandalosos se la rifaban para ver quién era su primer dueño. Y después, si bien le iba, el que la hiciera su querida le instalaría un negocito para que la fuera pasando. Modesta no llevaría la frente alta, no sería un espejo de cuerpo entero como si hubiese salido del poder de sus patrones rumbo ala iglesia y vestida de blanco. Pero tendría, tal vez, unhijo de buena sangre, unos ahorros. Se haría diestra en un oficio. Con el tiempo correría su fama y vendrían a solicitarla para que moliera el chocolate o curará de espanto en las casas de la gente de pro.

Y en cambio vino a parar en atajadora. ¡Qué vueltas da el mundo!

Los sueños de Modesta fueron interrumpidos una noche. Sigilosamente se abrió la puerta del cuarto de las criadas y, a oscuras, alguien avanzó hasta el estrado de la muchacha. Modesta sentía cerca de ella una respiración anhelosa, el batir rápido de un pulso. Se santiguó, pensando en las ánimas. Pero una mano cayó brutalmente sobre su cuerpo. Quiso gritar y su grito fue sofocado por otra boca que tapaba su boca. Ella y su adversario forcejeaban mientras las otras mujeres dormían a pierna suelta. En una cicatriz del hombro Modesta reconoció a Jorgito. No quiso defenderse más. Cerró los ojos y se sometió.

Doña Romelia sospechaba algo de los tejemanejes de su hijo y los chismes de la servidumbre acabaron de sacarla de dudas. Pero decidió hacerse la desentendida. Al fin y al cabo Jorgito era un hombre, no un santo; estaba en la mera edad en que se siente la pujanza de la sangre. Y de que se fuera con las gaviotas (que enseñan malas mañas a los muchachos y los echan a perder) era preferible que encontrara sosiego en su propia casa.

Gracias a la violación de Modesta, Jorgito pudo alardear de hombre hecho y derecho. Desde algunos meses antes fumaba a escondidas y se había puesto dos o tres borracheras. Pero, a pesar de las burlas de sus amigos, no se había atrevido aún a ir con mujeres. Las temía: pintarrajeadas, groseras en sus ademanes y en su modo de hablar. Con Modesta se sentía en confianza. Lo único que le preocupaba era que su familia llegara a enterarse de sus relaciones. Para disimularlas trataba a Modesta, delante de todos, con despego y hasta con exagerada severidad. Pero en las noches buscaba otra vez ese cuerpo conocido por la costumbre y en el que se mezclaban olores domésticos y reminiscencias infantiles.

Pero, como dice el refrán: “Lo que de noche se hace de día aparece.” Modesta empezó a mostrar la color quebrada, unas ojeras grandes y un desmadejamiento en las actitudes que las otras criadas comentaron con risas maliciosas y guiños obscenos.

Una mañana, Modesta tuvo que suspender su tarea de moler el maíz porque una basca repentina la sobrecogió. La salera fue a dar aviso a la patrona de que Modesta estaba embarazada.

Doña Romelia se presentó en la cocina, hecha un basilisco.

—Malagradecida, tal por cual. Tenías que salir con tu domingo siete. ¿Y qué creíste? ¿Que te iba yo a solapar tus sinvergüenzadas? Ni lo permita Dios. Tengo marido a quién responder, hijas a las que debo dar buenos ejemplos. Así que ahora mismo te me vas largando a la calle.

Antes de abandonar la casa de los Ochoa, Modesta fue sometida a una humillante inspección: la señora y sus hijas registraron las pertenencias y la ropa de la muchacha para ver si no había robado algo. Después se formó en el zaguán una especie de valla por la que Modesta tuvo que atravesar para salir.

Fugazmente miró aquellos rostros. El de don Humberto, congestionado de gordura, con sus ojillos lúbricos; el de doña Romelia, crispado de indignación; el de las jóvenes —Clara, Dolores y Berta—, curiosos, con una ligera palidez de envidia. Modesta buscó el rostro de Jorgito, pero no estaba allí.

Modesta había llegado a la salida de Moxviquil. Se detuvo. Allí estaban ya otras mujeres, descalzas y mal vestidas como ella. La miraron con desconfianza.

—Déjenla —intercedió una—. Es cristiana como cualquiera y tiene tres hijos que mantener.

—¿Y nosotras? ¿Acaso somos adonisas?

—¿Vinimos a barrer el dinero con escoba?

—Lo que ésta gane no nos va a sacar de pobres. Hay que tener caridad. Está recién viuda.

—¿De quién?

—Del finado Alberto Gómez.

—¿El albañil?

—¿El que murió de bolo?

Aunque dicho en voz baja, Modesta alcanzó a oír el comentario. Un violento rubor invadió sus mejillas. ¡Alberto Gómez, el que murió de bolo! ¡Calumnias! Su marido no había muerto así. Bueno, era verdad que tomaba sus tragos y más a últimas fechas. Pero el pobre tenía razón. Estaba aburrido de aplanar las calles en busca de trabajo. Nadie construye una casa, nadie se embarca en una reparación cuando se está en pleno tiempo de aguas. Alberto se cansaba de esperar que pasara la lluvia, bajo los portales o en el quicio de una puerta. Así fue como empezó a meterse en las cantinas. Los malos amigos hicieron lo demás. Alberto faltaba a sus obligaciones, maltrataba a su familia. Había que perdonarlo. Cuando un hombre no está en sus cabales hace una barbaridad tras otra. Al día siguiente, cuando se le quitaba lo engasado, se asustaba de ver a Modesta llena de moretones y a los niños temblando de miedo en un rincón. Lloraba de vergüenza y de arrepentimiento. Pero no se corregía. Puede más el vicio que la razón.

Mientras aguardaba a su marido, a deshoras de la noche, Modesta se afligía pensando en los mil accidentes que podían ocurrirle en la calle. Un pleito, un atropellamiento, una bala perdida. Modesta lo veía llegar en parihuela, bañado en sangre, y se retorcía las manos discurriendo de dónde iba a sacar dinero para el entierro.

Pero las cosas sucedieron de otro modo; ella tuvo que ir a recoger a Alberto porque se había quedado dormido en una banqueta y allí le agarró la noche y le cayó el sereno. En apariencia, Alberto no tenía ninguna lesión. Se quejaba un poco de dolor de costado. Le hicieron su untura de sebo, por si se trataba de un enfriamiento; le aplicaron ventosas, bebió agua de brasa. Pero el dolor arreciaba. Los estertores de la agonía duraron poco y las vecinas hicieron una colecta para pagar el cajón.

—Te salió peor el remedio que la enfermedad, le decía a Modesta su comadre Águeda. Te casaste con Alberto para estar bajo mano de hombre, para que el hijo del mentado Jorge se criara con un respeto. Y ahora resulta que te quedas viuda, en la loma del sosiego, con tres bocas que mantener y sin nadie que vea por vos.

Era verdad. Y verdad que los años que Modesta duró casada con Alberto fueron años de penas y de trabajo. Verdad que en sus borracheras el albañil le pegaba, echándole en cara el abuso de Jorgito, y verdad que su muerte fue la humillación más grande para su familia. Pero Alberto había valido a Modesta en la mejor ocasión: cuando todos le voltearon la cara para no ver su deshonra. Alberto le había dado su nombre y sus hijos legítimos, la había hecho una señora. ¡Cuántas de estas mendigas enlutadas, que ahora murmuraban a su costa, habrían vendido su alma al demonio por poder decir lo mismo!

La niebla del amanecer empezaba a despejarse. Modesta se había sentado sobre una piedra. Una de las atajadoras se le acercó.

—¿Yday? ¿No estaba usted de dependienta en la carnicería de doña Águeda?

—Estoy. Pero el sueldo no alcanza. Como somos yo y mis tres chiquitíos tuve que buscarme una ayudita. Mi comadre Águeda me aconsejó este oficio.

—Sólo porque la necesidad tiene cara de chucho, pero el oficio de atajadora es amolado. Y deja pocas ganancias.

(Modesta escrutó a la que le hablaba, con recelo. ¿Qué perseguía con tales aspavientos? Seguramente desanimarla para que no le hiciera la competencia. Bien equivocada iba. Modesta no era de alfeñique, había pasado en otras partes sus buenos ajigolones. Porque eso de estar tras el mostrador de una carnicería tampoco era la vida perdurable. Toda la mañana el ajetreo: mantener limpio el local —aunque con las moscas no se pudiera acabar nunca—; despachar la mercancía, regatear con los dientes. ¡Esas criadas de casa rica que siempre estaban exigiendo la carne más gorda, el bocado más sabroso y el precio más barato! Era forzoso contemporizar con ellas; pero Modesta se desquitaba con las demás. A las que se veían humildes y maltrazadas, las dueñas de los puestos del mercado y sus dependientas, les imponían una absoluta fidelidad mercantil; y si alguna vez procuraban adquirir su carne en otro expendio, porque les convenía más, se lo reprochaban a gritos y no volvían a despacharles nunca.)

—Sí, el manejo de la carne es sucio. Pero peor resulta ser atajadora. Aquí hay que lidiar con indios.

(“¿Y dónde no?”, pensó Modesta. Su comadre Águeda la aleccionó desde el principio: para el indio se guardaba la carne podrida o con granos, la gran pesa de plomo que alteraba la balanza y alarido de indignación ante su más mínima protesta. Al escándalo acudían las otras placeras y se armaba un alboroto en que intervenían curiosos y gendarmes, azuzando a los protagonistas con palabras de desafío, gestos insultantes y empellones. El saldo de la refriega era, invariablemente, el sombrero o el morral del indio que la vencedora enarbolaba como un trofeo, y la carrera asustada del vencido que así escapaba de las amenazas y las burlas de la multitud.)

—¡Ahí vienen ya!

Las atajadoras abandonaron sus conversaciones para volver el rostro hacia los cerros. La neblina permitía ya distinguir algunos bultos que se movían en su interior. Eran los indios, cargados de las mercancías que iban a vender a Ciudad Real. Las atajadoras avanzaron unos pasos a su encuentro. Modesta las imitó.

Los dos grupos estaban frente a frente. Transcurrieron breves segundos de expectación. Por fin, los indios continuaron su camino con la cabeza baja y la mirada fija obstinadamente en el suelo, como si el recurso mágico de no ver a las mujeres las volviera inexistentes.

Las atajadoras se lanzaron contra los indios desordenadamente. Forcejeaban, sofocando gritos, por la posesión de un objeto que no debía sufrir deterioro. Por último, cuando el chamarro de lana o la red de verduras o el utensilio de barro estaban ya en poder de la atajadora, ésta sacaba de entre su camisa unas monedas y sin contarlas, las dejaba caer al suelo de donde el indio derribado las recogía.

Aprovechando la confusión de la reyerta una joven india quiso escapar y echó a correr con su cargamento intacto.

—Esa te toca a vos, gritó burlonamente una de las atajadoras a Modesta.

De un modo automático, lo mismo que un animal mucho tiempo adiestrado en la persecución, Modesta se lanzó hacia la fugitiva. Al darle alcance la asió de la falda y ambas rodaron por tierra. Modesta luchó hasta quedar encima de la otra. Le jaló las trenzas, le golpeó las mejillas, le clavó las uñas en las orejas. ¡Más fuerte! ¡Más fuerte!

—¡India desgraciada, me lo tenés que pagar todo junto!

La india se retorcía de dolor; diez hilillos de sangre le escurrieron de los lóbulos hasta la nuca.

—Ya no, marchanta, ya no...

Enardecida, acezante, Modesta se aferraba a su víctima. No quiso soltarla ni cuando le entregó el chamarro de lana que traía escondido. Tuvo que intervenir otra atajadora.

—¡Ya basta! —dijo con energía a Modesta, obligándola a ponerse de pie.

Modesta se tambaleaba como una ebria mientras, con el rebozo, se enjugaba la cara, húmeda de sudor.

—Y vos, prosiguió la atajadora, dirigiéndose a la india, deja de estar jirimiquiando que no es gracia. No te pasó nada. Toma estos centavos y que Dios te bendiga. Agradece que no te llevamos al Niñado por alborotadora.

La india recogió la moneda presurosamente y presurosamente se alejó de allí. Modesta miraba sin comprender.

—Para que te sirva de lección —le dijo la atajadora—, yo me quedo con el chamarro, puesto que yo lo pagué. Tal vez mañana tengas mejor suerte.

Modesta asintió. Mañana. Sí, mañana y pasado mañana y siempre. Era cierto lo que le decían: que el oficio de atajadora es duro y que la ganancia no rinde. Se miró las uñas ensangrentadas. No sabía por qué. Pero estaba contenta.

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Del libro Ciudad Real.