No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El diablo guardián


De Xavier Velazco
¿Quién de ellos no era yo?

El Señor esté con vosotros... El sepelio es el fin de la primera persona. Una ocasión pomposa donde unos cuantos ellos despiden a otro yo de su nosotros, a la vez que lo envían a otro ellos, más hondo e insondable. Ellos: los que no están, ni van a estar. Los que, si un día estuvieran, nos harían correr despavoridos. ¿o no es así, despavoridos como dicen que corren los que huyen de los muertos? Lo más fácil, e incluso lo más lógico, sería que enterrásemos a nuestros difuntos en el jardín de la que fue su casa. Pero entonces ya nadie se sentiría en su casa, ni en su mundo, sino sólo en el de ellos.– los temibles difuntos–, a quienes conducimos al panteón para poner entre ellos y nosotros no sólo tierra, sino de preferencia un mundo de por medio. Por más que añoremos a nuestros muertos, no queremos estar ni un instante en su mundo. Ni respirar su aire, ni mirar su paisaje.

Desde la cripta de la familia Macotela, camuflado por el olvido de los vivos, Pig divide el paisaje de tumbas sobre tumbas sobre tumbas en dos: a izquierda y a derecha de la mole blanca: una grandilocuente cripta en condominio a cuyo borde abre las alas una gran paloma, entre chispas doradas que acusan la presencia de la Tercera Persona de la Trinidad. Son cinco pisos, con nueve bóvedas en cada uno: cuarentaicinco departamentos, amparados por el título impreso entre el cuarto y el quinto piso:

“Hijos Predilectos del Espíritu Santo”

Ocho criptas vacías: en ninguna cabría entero un muerto, pero sí las cenizas de varios. Cuarentaicinco menos ocho igual a treintaisiete. ¿Cuántas urnas por cripta? Cuatro, tal vez. Cuatro por treintaisiete igual a ciento cuarentaiocho. Eso, claro, si las que están ocupadas tienen ya sus cuatro. Potencialmente, la cripta en condominio podría albergar hasta ciento ochenta inquilinos. Pig calcula: un metro de profundidad por diez de ancho. Diez metros cuadrados. Es decir, a dieciocho difuntos por metro cuadrado. La familia Macotela, en cambio, posee un espacio que Pig estima en cuando menos tres por cuatro: doce metros cuadrados, todos ellos en honor a los cuatro inquilinos que para siempre y a sus anchas reposan en el sótano, cada uno con tres metros cuadrados de terreno a su disposición, en dos cómodas plantas. Por ahí de las cinco de la tarde de un lunes soleado que se mira sombrío a través de los vidrios opacos de la cripta Macotela, Pig concluye que una mujer como Violetta jamás toleraría –ni muerta, ni en cenizas– terminar sus días en ese palomar, soportando además el tácito desdén de los señores Macotela, condenados a contemplar a perpetuidad el paisaje de la miseria encaramada sobre si misma. ¿Quién iba a convencer a Violetta de la predilección de la Tercera Persona del Verbo –quien es pero no es una paloma– por lo que a todas luces era un palomar? ¿Tiene acaso mal gusto el Espíritu Santo?

Pig sofoca una risa nerviosa, inoportuna, estúpida. Podría andar por ahí un enterrador, un aguador, un deudo: nadie quiere escuchar risas idiotas saliendo de las criptas. Con frecuencia se ríe de chistes malos, insulsos, como si todo el acto de reírse fuese una suerte de certificación: Ah, ya entiendo. ¿Qué es lo que Pig entiende, en este caso? Concretamente, que no todos los fans de la Tercera Persona del Verbo tienen acceso a su camerino. Y entonces se le ocurre que Violetta no dudaría en tachar hijos y escribir en su lugar siervos, ni en un rato después volver para tachar siervos y escribir criados. Pero ¿qué no un cristiano de verdad humilde tendría que considerarse criado, antes que siervo?

Cuando los vio venir, Pig llevaba tres horas esperando. Entró poco antes de las dos de la tarde, aprovechando el vuelo bajo de un avión para darle el jalón a la llave de cruz, y así probar el choque eléctrico del miedo tras el estruendo sordo del pestillo al quebrarse. Se habían roto las bisagras, además. En todo caso desde afuera no se notaba. La puerta se abría sola, pero Pig la cerró a fuerza de atorarla con la misma oficiosa herramienta. Pasada medianoche, había llamado a la casa de la familia. La madre se quejó, pero apenas le mencionó la palabra «procuraduría», su tono se hizo abruptamente dócil, y hasta obsequioso. Le dio todos los datos: el panteón, la sección, la cripta, la hora del sepelio: cinco de la tarde. Suficiente para estar ahí a tiempo, pero no todavía para no ser visto: cosa difícil un lunes por la tarde, cuando las tumbas están casi tan solas como de noche, y las raras visitas son más que notorias. Por eso Pig llegó tres horas antes, y no bien hubo reventado la chapa se tendió sobre los primeros escalones que llevan hacia el sótano, tras los cristales convenientemente oscuros de Chez Macotela: una trinchera tétrica que lo obliga a mirar todo el tiempo hacia arriba y hacia afuera. Desde entonces ha dedicado los minutos a contar las cruces en ambos lados del paisaje, a calcular la cantidad de criptas necesarias para enterrar a todos los habitantes de la ciudad, a imaginar los más probables comentarios de Violetta, y entonces cada vez ha vuelto a los números, como niño perdido a las faldas de su abuela. Cuando uno se ha quedado solo entre los muertos, decidido a fisgar un entierro al que no fue invitado, las matemáticas acuden como legitimas enviadas del Espíritu Santo.

Un entierro sin tierra, ni ataúd, ni gusanos; un encierro, más bien. No quería perderse los detalles, ni podía correr el riesgo de que lo vieran. El único peligro inevitable era que un deudo de los Macotela –muertos hacia treinta, cuarenta años– tuviera la fatal ocurrencia de ir a visitarlos en la tarde del lunes. ¿Se es todavía deudo luego de cuatro décadas del trágico suceso? Con tan escasos momios en su contra, Pig terminó por apreciar el privilegio de los Macotela sobre los Hijos Predilectos del Espíritu Santo. Especialmente luego de verlos venir: dos, cuatro, ocho en total. La familia Rosas, más dos enterradores –o encerradores–, el sacerdote y su ayudante. Un cortejo discreto y breve.– dos calificativos que igual describen a un sepelio que al ánimo de pronto amedrentado de quienes prefirieron asistir sin otras compañías al evento.

No podía escucharlos. Se interponían el cristal y los nueve o diez metros que alejaban al multifamiliar del mausoleo. A cambio, los miraba con una nitidez obscena, y en momentos dudaba si no lo habían visto. El padre iba cargando la urna, la madre un oso de peluche rosa. Atrás, los dos hermanos caminaban con las manos metidas en las bolsas de las chamarras: Miami Dolphins, Dallas Cowboys.

Pig volvía a sentir las ganas de reírse, porque quizás con una carcajada histérica y adolorida lograría vencer los agobios que oprimen a la primera persona del singular cuando lleva tres horas oculta entre los muertos, y acto seguido es invitada a presenciar una escena que sería insoportable si no fuera, antes que eso, patética. Ya Violetta se había cansado de acusarlos: rehenes permanentes de la opinión ajena. Especialmente en ese trance, con sus caras de no soy yo el que está aquí con el dolor vestido a tiempo de pudor, a su vez disfrazado, aunque jamás a tiempo, de una dignidad meramente decorativa. Una dignidad rosa mexicano, con los ojos perpetuamente abiertos y el peluche radiante de los muñecos que jamás llegaron a las manos de un niño. Porque el oso era nuevo, eso seguro. ¿Quién seria, sin embargo, lo suficientemente cínico para indagar en el peluche del muñeco, cuando ya su presencia invita a quitarse el sombrero, persignarse, pensar, expropiar pesadumbre? (Pero Pig está allí sin estar. Mira los movimientos y los gestos de los deudos como quien ve a través de un vidrio empañado: percibiendo figuras y colores inconexos, como sueños espesos y enrarecidos, pero de rato en rato vuelve a enfocar el oso de peluche. Hasta que ve a la madre dar un paso hacia el hueco en la cripta y acomodar allí el osito, recargado en la urna. Luego la ve sacar una caja negra y blanca –¿un casete?– y pasarla lenta, pomposamente al otro lado de la urna.)

Toda la ceremonia duró quince minutos. Si Pig hubiese estado filmando aquella escena, probablemente se habría concentrado en el osito, luego una toma lenta sobre las expresiones de piedra de los deudos, y al final otra vez el osito, justo antes de que lo cubriera para siempre la losa:

Rosa del Alba Rosas Valdivia (1973 – 1998)

«Para siempre»: Pig no estaba dispuesto a permitirlo. Porque Pig ya no piensa más en el osito, ni en la urna, ni en los deudos, como en la sola circunstancia que de un instante a otro le ha jodido el sosiego: ¿Qué hay en ese casete? ¿Las Mañanitas, Las Golondrinas, La Martina, la voz arrepentida de Rosa del Alba Rosas Valdivia? Desde que vio la caja y advirtió que si, es un casete, le ha ido creciendo dentro un temblor que tardó casi nada en llegar a las manos, las rodillas, la quijada. Un miedo intrépido, por fatalista. El miedo de quien sabe que pase lo que pase va a hacer lo que va a hacer: ese osito podrá quedarse para siempre sin un niño que lo abrace por las noches, pero Pig no tolera ni la idea de salir del panteón sin esa cinta. ... y con tu espíritu, alcanza a leer Pig en los labios de los deudos, los mira santiguarse, fisgar hacia los lados y hacia atrás: comprobar con alivio la madre, luego el padre, la ausencia de testigos indeseables (con excepción del yo que, oculto entre ellos, profana en la penumbra su nosotros).

¿Yo? –duda Pig, no bien ha recordado su calidad de fantasma, su papel de testigo, sus ganas incumplidas de llorar a gritos, y entiende que esta historia no admite más primera persona que Violetta. Su Violetta.

Una banda nombrada Caifanes

de Xavier Velazco



(Fragmento)

Una religión puede medirse por su capacidad
de revivir a los muertos.
Para la generación que se convirtió al rocanrol
entrando los ochentas, la era cristiana se mide en
antes y después de Jim Morrison.

E. Corripio, Fundamentos gnósticos
de la Resurrección Sicodélica.

Bilé. Arrullo negro y carmín para el sueño muerto en un túnel del Periférico. Sonidos trepan por las paredes, ejército de cruzados escalando las almenas de un castillo enemigo. Los temblores del bajo, guitarra embarrando acidez sobre el monte del que cuelga un Cristo traicionado, sax ebrio de los sudores de una puta en agonía, platillos en llamas, redobles como palabras, un canto choca contra el techo: nun ca na die me po drá pa rar. Esta es la imagen trémula de lo que jamás pudo pasar y está pasando. Venga tu reino: los señores productores se estriñen, los señores ejecutivos no saben cómo bailar, las viejas paren ratones rosados y las niñas de traje sastre se vuelven estrellas del burlesque. Alabados sean el Rey Lagarto y San José Cuervo, bienaventurados los que pudieron echarse un faisán con la huesuda, estos son Caifanes y han venido a oficiar el rocanrol. Hágase tu voluntad.


La primera vez que Alfonso André se paró frente a un público numeroso con un micrófono en la mano, faltaban cuarentaisiete horas para que terminaran los ochentas. Era un homenaje a los Rolling pero nadie allí se sabía las rolas; no quedó otra que ponerlas en el piso y leerlas a un metro setenta de distancia. Esa solución, que permitía al cantante no mirar al público sino a sus pies y crear en el centro del escenario una posibilidad de privacía, cerrada complicidad entre cantante y papel, le vino a Alfonso como la insulina al diabético.

Veintidós años antes, Alfonso es feliz miembro de la generación de conejillos de Indias en las escuelas activas. Contra lo que hubieran pensado los psicólogos de la escuela, lo que Alfonso aprende allí es que el desmadre viene siendo asunto personal, y que esa obscenidad de pararse en un escenario es cosa de degenerados. El desmadre es entonces, y no va a dejar de ser, un rollo completamente interno.

Sin embargo, para ser interno, su desmadre es un escándalo en todas partes. Tiene buenas calificaciones y lo toleran en la escuela. Monta a caballo y lo toleran en su casa. Llega el día en que se cae del caballo y en la escuela ya no lo soportan, así que va a dar a un colegio de verdad y deja de divertirse. De la escuela activa, donde puede permitirse ciertos protagonismos, es enviado un lugar idóneo para transformarse en un mustio. Los maestros lanzan borradores y dan cachetadas, pero el personal reprimido está lejos de ser el de una escuela de padres maristas. En ese ambiente de perdedores infantiles, Alfonso llega a sexto de primaria como llegan los cabrones: fumando.
Saúl aulló: lo estaban depositando en una escuela. Parte de la culpa la tenía su hermana Irma, que ya lo había acostumbrado a, casi sin saberlo, vivir en un mundo en el que los susurros catarrientos de Lennon y las cachondas negritudes de Jagger derrotaban tarde a tarde a las mariconas huestes del ratón Miguelito. La atención que nunca merecieron los maestros se la ganaban sudor a sudor Janis, Jim y Jimi, Sagrada Familia que nunca tuvo un salvoconducto en la escuela. El resto de la música en la casa eran los Panchos, Benny Moré y la Sonora Santanera, del lado materno; Von Karajan y Karl Bohm, por el otro. Una hermana que no era Irma se había clavado en José José. Saúl asiste a todas esas materias, pero se queda con los discos de Irma por la razón vital de que le dejan un espacio más grande a la fantasía. Y cuando la escuela es una cagada que te ahoga con sus hedores no te queda más salida que la ficción.

Con la nitidérrima sensación de ser un pájaro enjaulado, Saúl sale de la escuela deslizándose hacia el Mar de la Libertad, en cuyas profundidades cálidas y jugosas se pone a dibujar. Pinta historias donde los personajes hablan en globitos y se mueven de acuerdo al transcurrir de otros sonidos: los que Saúl trae entre la meninges y como puede saca en una guitarrita, usando exclusivamente dos cuerdas --método que ni sus demonios ni sus dedos van a abandonar, porque veinte años más tarde sus composiciones seguirán basadas en esas dos cuerdas. Las que pinta no son propiamente historias, sino cierta asociación libre de imágenes e intuiciones. Perro atrapado en la perrera municipal, Saúl va al kinder Amado Nervo a guardar silencio. No el silencio de las mentes inflamadas por mundos mejores que el que les tocó habitar, sino el de quien ha sido privado del derecho a imaginar.

Nunca se sintió buen prospecto para el piano, tampoco para el violín. Pero, siendo parte de una familia cuyos hijos se meten cuanta sabiduría pueden, Alejandro ve llegar a un profesor de guitarra y eso le gusta. Del radio salen Palito Ortega, Leo Dan y Sandro, pero el profesor le enseña más que nada música folklórica sureña: sambas, chacareras, y de paso varios acordes beatleanos. Al entrar a primaria en la Buenos Aires High School lo escogen para el coro. En las tardes tocan flautas, claves, triángulos y panderos. Los maestros le exigen aprenderse cosas como la Historia del Perú, pero él anda más clavado en las clases de guitarra clásica de su hermana, su colección de timbres postales, las canicas y las historietas del Pato Donald y Periquita que llegan de México. En la tele lo más importante son Los Locos Adams y Los Tres Chiflados, todos ellos portadores de una absurdidad, una ironía y una disonancia que, como años después va a descubrir, pueden trasladarse a la guitarra. Mientras, se entretiene jugando a Los Tres Chiflados con sus hermanos de la única manera concebible, es decir a punta de chingadazos. Las clases de guitarra tienen un toque mágico: el profesor lo hace sacar por sí mismo una canción tras otra, de los nueve a los doce años.

Es entonces, al llegar a la secundaria, cuando Alejandro pasa, de la introversión solapada por una niñez hogareña, a un espacio completamente nuevo donde se manejan códigos que le son del todo extraños. Pink Floyd, Led Zeppelin. Su rito de iniciación a la nueva logia se cumple con el Fireball de Deep Purple --lo escuché, me quedé pendejo y ahí empezó el vicio. Hasta entonces, Alejandro había pensado que Pink Floyd era el nombre de un tipo, pero poco tiempo después ya escucha no sólo a Roger Waters sino a Steve Howe y a Greg Lake. Le habían regalado un órgano eléctrico donde estudia un poco de Bach y algo de blues. Pero el virus ya prendió, y no le queda otra que ir a embarcarse con una guitarra en abonos. Es 1973.