No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Novia de azucar

De Ana García Vergua

A Rosenda la atraje con unos cirios rodeados de grandes rosas que había colocado en el altar de muertos. Ese año se me ocurrió adornarlo sin incienso ni calaveras; más bien parecía, me dijeron los vecinos, un arreglo de boda, debido al pastel, a la botella de champán en vez del clásico tequila o la cerveza. En medio acomodé el retrato de Rosenda, otro más que encontré en el baúl de mi abuela. Supuse que había sido pariente nuestra y que por algo merecería regresar.

Me metí a la cama y fingí dormir durante varias horas. De repente, en la madrugada, escuché ruidos como de ratón. Junto al altar me encontré a Rosenda comiendo con glotonería el pastel de bodas. Su sayo blanco, algo raído ya, ceñido a la cintura y escotado de acuerdo con la moda que le tocó vivir, estaba manchado de crema y migajas. Nadie la había traído jamás, me dijo, desde su muerte; siglos creía llevar sumida en una oscuridad con olor a tierra. ¿Cuánto tiempo ha pasado?, me preguntó sorprendida. No demasiado, le respondí, sin aclararle cuánto. Era una mujer muy bella, de carne generosa, con una llama de temor en la pupila. Contra su pecho estrujaba unos crisantemos de tela. Le preocupaba que este fuera el Juicio Final, que nadie la fuera a perdonar por sus muchos pecados. No te apures, susurré, quitándole el ramo, yo te perdono. La ceñí por la cintura y descorchamos champán. A cambio de que me escuchara y de poder tocarla, le ofrecí saciar la sed y el hambre de tantos años. Con eso basta, me dijo ahíta, cuando pasadas las horas empezó a clarear el día. Luego se dispuso a regresar a su tierra ignota, pero yo la encerré con llave en el armario, sin hacer caso de sus gritos ahogados y sus lamentos. Me convertiré en polvo, lo queramos o no, gritaba entre sollozos.


Dejé pasar el día completo hasta que el armario quedó en silencio otra vez. Mientras, me ocupé de desmontar el altar con cierta ceremonia. Al ocaso, dispuesta ya la cena en la mesa y descorchado un tinto que recordaba la sangre, decidí sacar a mi muerta del armario, seguro de encontrarla dormida y hambrienta. Pero cuál no fue mi decepción: entre los chales de seda blanca de mi abuela yacía tirada, como empujada por el aire, una calavera de azúcar que llevaba el nombre de Rosenda en la frente de papel plateado, y que se me deshizo en polvo entre los dedos. 

El tenebroso Cirque Du Freak

De Darren Shan

(Fragmento)

CAPÍTULO DOCE

-No es cierto que todas las tarántulas sean venenosas –dijo míster Crepsley.

Tenía una voz profunda. Conseguí apartar la mirada de Steve y prestar atención a lo que sucedía en el escenario.

-La mayoría son tan inofensivas como una araña corriente de cualquier otro lugar del mundo. Y las venenosas no suelen tener más veneno que el justo para matar criaturas muy pequeñas.

“¡Pero algunas son mortales! –prosiguió-. Las hay capaces de matar a un hombre con una sola picadura. Son raras, sólo se las encuentra en lugares remotos, pero existen.

“Y yo tengo una de esas arañas –dijo, abriendo la cajita.

Pasaron unos segundos sin que sucediera nada, pero entonces apareció la araña más grande que hubiera visto nunca. Era de color verde, púrpura y rojo, y tenía largas patas peludas y un cuerpo enorme y rechoncho. No me daban miedo las arañas, pero aquella era terrorífica.

La araña avanzó lentamente. Luego flexionó las patas y pareció agazaparse, como si esperase al acecho una mosca.

-Madam Octa me acompaña desde hace varios años –dijo míster Crepsley-. Es mucho más longeva que las arañas corrientes. El monje que me la vendió dijo que algunas de sus congéneres habían vivido hasta veinte o treinta años. Es una criatura increíble, a la vez venenosa e inteligente.

Mientras él hablaba, una de las personas encapuchadas de azul sacó una cabra al escenario. Balaba lastimeramente e intentaba escapar. La persona encapuchada la ató a la mesa y se retiró.

La araña empezó a moverse al ver y oír a la cabra. Avanzó hasta el borde de la mesa y allí se detuvo, como si estuviera esperando una orden. Míster Crepsley sacó del bolsillo del pantalón un pequeño silbato –él lo llamó flauta- y tocó unas cuantas notas cortas. Madam Octa saltó al vacío de inmediato y fue a aterrizar en el cuello de la cabra.

Cuando la araña cayó sobre ella, la cabra dio un brinco y empezó a balar más fuerte. Madam Octa hizo caso omiso, siguió adelante y se acercó unos centímetros más a la cabeza. Cuando estuvo preparada, ¡sacó los quelíceros y los hundió en el cuello de la cabra! La cabra se quedó petrificada, con los ojos muy abiertos. Dejó de balar, y a los pocos segundos, se desplomó. Creí que estaba muerta, pero luego noté que todavía respiraba.

-Con esta flauta domino la voluntad de Madam Octa –dijo míster Crepsley, y yo aparté la mirada de la cabra tirada en el suelo.
Esgrimió la flauta lentamente por encima de su cabeza.

-Aunque llevemos juntos mucho tiempo, no es una simple mascota, y sin duda me mataría si alguna vez pierdo esto.

“La cabra está paralizada –dijo-. He adiestrado a Madam Octa para que no mate del todo con la primera picadura. Si la abandonáramos a su suerte, la cabra acabaría por morir –no hay antídoto contra la picadura de Madam Octa- pero tenemos que acabar con todo esto rápidamente.

Tocó su flauta y Madam Octa subió por el cuello de la cabra hasta detenerse junto a la oreja. Sacó los quelíceros de nuevo y mordió. La cabra se estremeció, luego quedó inerte.
Estaba muerta.

Madam Octa saltó de la cabra y avanzó hacia la parte delantera del escenario. La gente de las primeras filas se alarmó hasta el extremo de que algunos dieron un brinco. Pero se quedaron petrificados con una escueta orden de míster Crepsley.

-¡No se muevan! –silbó-. Recuerden lo que se les ha advertido: ¡cualquier ruido inesperado puede significar la muerte!

Madam Octa se detuvo al borde del escenario y se irguió sobre sus dos patas traseras, ¡como un perro! Míster Crepsley tocó suavemente la flauta y la araña empezó a caminar hacia atrás, todavía sobre dos patas. Cuando llegó a la altura de la pata más cercana de la mesa, se giró y subió de un salto.

-Ahora están a salvo –dijo míster Crepsley, y la gente de las primeras filas volvió a ocupar sus asientos, lo más lenta y silenciosamente que fueron capaces.

“Pero por favor –añadió-, no hagan ruido, porque si lo hacen puede que me ataque a mí.”

No sé si míster Crepsley sentía realmente miedo o no era más que parte de la actuación, pero parecía asustado. Se secó el sudor de la frente con la manga derecha de la chaqueta, volvió a llevarse la flauta a los labios y tocó una extraña y breve melodía.

Madam Octa levantó la cabeza y pareció saludar con una inclinación. Caminó sobre la mesa hasta ponerse frente a míster Crepsley. Él bajó la mano derecha y la araña empezó a subir por su brazo. La sola idea de aquellas largas y peludas patas caminando por encima de su piel me hacía sudar de pies a cabeza. ¡Y eso que a mí me gustan las arañas! Las personas a las que les dan miedo debieron de morderse las uñas hasta sangrar de puros nervios.

Cuando hubo recorrido todo el brazo, siguió subiendo por el hombro, el cuello, la oreja, y no se detuvo hasta colocarse encima de la cabeza, donde se agazapó. Parecía una especie de sombrero de lo más extravagante.

Al cabo de un momento, míster Crepsley empezó a tocar la flauta de nuevo. Madam Octa empezó a descender por el otro lado de la cara, siguiendo el trazo de la cicatriz, y paseó por su rostro hasta quedar boca arriba sobre el mentón. Entonces segregó un hilo de seda y se descolgó por él.

Ahora colgaba a unos diez centímetros por debajo de la barbilla, y poco a poco empezó a mecerse de lado a lado. Pronto consiguió columpiarse tan alto que llegaba de oreja a oreja. Tenía las patas flexionadas, y desde donde yo estaba sentado parecía una bola de lana.

De repente hizo un movimiento extraño, y míster Crepsley echó atrás la cabeza con tal fuerza que la araña salió volando por los aires. El hilo se rompió y ella empezó a dar vueltas de campana. Observé cómo subía y bajaba por el aire. Yo pensaba que aterrizaría encima de la mesa, pero no fue así. ¡En realidad fue a caer justo en la boca de míster Crepsley!

Casi me puse enfermo con sólo imaginar a Madam Octa deslizándose garganta abajo hasta el estómago. Estaba convencido de que le picaría, de que iba a matarle. Pero la araña era mucho más lista de lo que yo creía. Mientras caía, abrió las patas y se apoyó con ellas en los labios.

Él levantó la cabeza hacia delante para que pudiéramos verle bien la cara. Tenía la boca completamente abierta, y Madam Octa estaba suspendida entre sus labios. Su cuerpo latía dentro y fuera de la boca; parecía un globo que él estuviera hinchando y deshinchando.

Me pregunté dónde estaría la flauta y cómo se las arreglaría ahora para dominar a la araña. Entonces apareció míster Tall con otra flauta. No tocaba tan bien como míster Crepsley, pero sí lo bastante como para que Madam Octa se diera por enterada. Ella se paró a escuchar, y luego pasó de un lado a otro de la boca de míster Crepsley.

Al principio no sabía lo que estaba haciendo, así que estiré el cuello para ver mejor. Al ver los retazos de blanco en los labios de míster Crepsley lo entendí: ¡estaba tejiendo una telaraña!

Cuando hubo terminado, se dejó caer desde el mentón, como había hecho antes. Una telaraña grande y tupida ocupaba la boca de míster Crepsley. ¡Y empezó a lamerla y masticarla! Se la comió toda, luego se acarició la tripa (con mucho cuidado de no tocar a Madam Octa) y dijo:

-Delicioso. No hay nada más sabroso que una buena telaraña recién hecha. En el lugar del que procedo son un manjar.

Hizo que Madam Octa jugara encima de la mesa con una pelota, y hasta que se sostuviera en equilibrio sobre ella. Luego dispuso diminutos aparatos de gimnasia, pesas en miniatura, cuerdas y anillas, y le hizo hacer ejercicios con ellas. Era capaz de hacerlo todo con la misma destreza que un ser humano: levantar pesar, trepar por la cuerda y colgarse de las anillas.

A continuación sacó una minúscula cena esmeradamente servida. Había platos, cuchillos y tenedores diminutos, así como vasos chiquititos. Los platos estaban llenos de moscas muertas y otros pequeños insectos. No sé qué era lo que contenían los vasos. Madam Octa tomó su cena con una pulcritud admirable. Era perfectamente capaz de coger los cubiertos –cuatro cuchillos y tenedores a la vez- y comer con ellos. ¡Tenía hasta un falso salero con el que sazonó uno de los platos!

Creo que fue cuando bebía del vaso cuando decidí que Madam Octa era la mascota más extraordinaria que hubiera visto nunca. Habría dado cualquier cosa por poseerla. Sabía que era imposible –mamá y papá no me dejarían tenerla aun en el caso de que pudiera comprarla-, pero eso no evitaba que lo deseara con todas mis fuerzas.

Al terminar su número, míster Crepsley volvió a meter a la araña en su caja y saludó con una inclinación a un público enfervorecido. Oí decir a alguien que era injusto haber matado a la pobre cabra, pero había sido sensacional.

Me giré hacia Steve para comentarle lo extraordinaria que me había parecido la araña, pero él observaba fijamente a míster Crepsley. Ya no parecía asustado, pero tampoco tenía un aspecto del todo normal.

-Steve, ¿qué te pasa? –pregunté.

No respondió.

-¿Steve?
-¡Shhh! –musitó, y no pronunció ni una palabra hasta que míster Crepsley se hubo ido.

Observó atentamente cómo aquel hombre de aspecto extravagante desaparecía entre bambalinas. Luego se volvió hacia mí y balbució:

-¡Es increíble!
-¿La araña? –pregunté-. Ha sido fantástico. ¿Cómo crees tú que lo hace para...?
-¡No estoy hablando de la araña! –me espetó- ¿A quién le importa un estúpido arácnido? Hablo de... de míster Crepsley.

Se interrumpió un instante antes de pronunciar su nombre, como si hubiera estado a punto de llamarle de alguna otra forma.

-¿Míster Crepsley? –pregunté, desconcertado-. ¿Qué tiene él de fantástico? Lo único que ha hecho es tocar la flauta.
-Tú no lo entiendes –se impacientó Steve-. No sabes quién es en realidad.
-¿Y tú sí lo sabes? –pregunté.
-Sí –dijo-, ya que lo preguntas, sí que lo sé.

Se frotó la barbilla; pareció inquietarse de nuevo.

-Sólo espero que él no se dé cuenta de que lo sé. De lo contrario... puede que nunca salgamos con vida de aquí.